8.11.08

21.

Pedro caminaba hacia la salida del hospital San Jorge de Atanes sintiendo un enorme hueco en el pecho, había sido una jugada muy baja de parte del doctor Horacio Sacbé el haberlo expuesto a un momento tan emotivo como el que acababa de vivir. No se lo reprochaba, pero había sido un riesgo que él mismo no habría estado dispuesto a asumir, sabía de antemano que una descarga semejante de feromonas podía ser letal. Se perdió entre la muchedumbre que entraba y salía por la puerta principal, el frío le calaba los huesos y se lamentó no haber traído consigo una chamarra más gruesa, el rompevientos le era insuficiente. Dobló a la izquierda y comenzó a caminar con una idea en mente, necesitaba ver a Cristina, si bien ella no era la culpable de lo que le sucedía, sí había sido con ella la primera vez que se desmayó a causa del tumor, la primera y única vez que había perdido el conocimiento después de que el intenso olor parecido al del cloro le inundaba las fosas nasales.

Se dispuso a caminar a lo largo de treinta y dos cuadras sobre la misma avenida en la que se encontraba el hospital, a Pedro le gustaba andar a pie, no sólo como ejercicio sino porque observaba a la gente y procuraba no perderse de ningún detalle, aunque el ambiente helado de la mitad del otoño le dificultaba el pensar claramente. Cristina vivía casi en las afueras de la ciudad, pero no quería tomar el transporte público, quería caminar, quería sentir que pertenecía a este mundo el más tiempo que le fuera posible, ya no le quedaba mucho tiempo, podía sentirlo y la insistente voz dentro de su cabeza no cesaba de advertirle que ni siquiera llegaría al final del plazo que se estableció para recibir la inyección letal de parte del doctor Horacio Sacbé, su padrino. No dejaba de maravillarle el hecho de que hubiera aceptado tan de buena gana el terminar con su vida, sabía que no por eso iba a dejar de dolerle la muerte de quien siempre había considerado como un hijo. Y Pedro lo consideraba un segundo padre, y lo quería como tal dado que el suyo, ahora caía en la cuenta de ello, había faltado. Se negó a la idea de que Horacio estuviera planeando hacerle daño, era algo simplemente inconcebible. Aunque por la mañana haya estado extraño, tenía toda su confianza puesta en él, justo por eso fue que decidió no ir a vivir sus últimos días a casa de su madre, quedarse solo con la única compañía esporádica del hombre que se había convertido en su mejor confidente, su gurú, su mentor.

Mientras seguía su caminata por las calles de la ciudad y recordaba su relación con el doctor, pensó en Ángela, la hija de la recepcionista del consultorio de Horacio Sacbé. La conocía prácticamente desde siempre, doña Lulú tenía más de veinte años trabajando con el doctor, casi desde que éste salió de la especialidad y se instaló en la práctica privada; muchas veces llevaba a su hija pues no era una mujer casada y no tenía familia en la ciudad, en ocasiones dejaba a Ángela encargada con la vecina, pero la mayoría del tiempo estaba ahí, con ella. Horacio no le veía el problema a la situación y eso hizo que doña Lulú le fuera siempre leal al doctor pues la había ayudado muchísimo, y ella le correspondía con trabajo duro. Desde pequeño, Pedro había tenido al doctor Sacbé como médico de cabecera, por cualquier resfriado, o infección o inflamación acudía al consultorio, así se fue formando el hábito de la salud en él y así fue como ambos, médico y paciente, padrino y ahijado forjaron la relación que tenían hasta el momento. Ángela era un año menor que Pedro, y dadas las constante visitas de éste al médico, los encuentros entre ambos eran inevitables mientras ella se quedaba toda la tarde en la sala de espera y él aguardaba por su consulta. Tenían años de conocerse cuando Pedro la invitó a salir, habían pasado ya siete meses desde su trágico rompimiento con Isabel y creía estra listo para una nueva relación, sabía que no podía acudir a Cristina que en ese tiempo estaba enredada en un noviazgo de estira y afloja con un hombre mucho mayor que ella, y qué mejor que intentarlo con una mujer que conocía desde siempre, que era muy agradable, además de hermosa. Casi tan alta como él, piel amarillenta del tipo oriental pero con los ojos enormes color avellana, el cabello teñido de rubio brillante, el cuerpo moldeado por años de entrenar atletismo y como si fuera una característica que Pedro buscaba en las mujeres, Ángela tenía infinidad de pecas que le asomaban por el discreto escote que siempre usaba y que le cruzaban el rostro por encima del tabique nasal. La primera cita de ambos no fue tan buena pero pudieron sobreponerse al abrupto cambio en su relación, a los silencios incómodos y a las miradas curiosas. En la tercera salida, Pedro decidió llevarla a su departamento, el mismo que le había heredado su padre y en donde vivía desde que salió de la preparatoria para estudiar en la Facultad de Arquitectura. Una vez dentro, Ángela detuvo sus avances eróticos con la confesión de que aún se mantenía virgen. Pedro estaba descontrolado, ella tenía casi veintidós años y no lo creía, pero solamente le dijo que no habría problema, que llegarían hasta donde ella lo permitiera. Y Ángela le permitió hasta la desnudez y los tocamientos profundos, el masturbarse mutuamente, pero en cuanto él se volteó para buscar un condón en el cajón del buró, ella se levantó presa de un ataque de pánico, le había aterrado la idea de perder la virginidad sin estar casada, ni comprometida, sin ni siquiera tener un novio pues Pedro jamás había hablado al respecto. Prefirió ponerse su ropa e irse muy apenada, y ella fue la única mujer que pudo negársele en la cama.

Ese recuerdo lo llevó inmediatamente a Leticia. No tenía la más mínima idea de si lo había perdonado por lo ocurrido el día anterior, quiso retroceder el tiempo, años de ser posible; miró su reflejo en el aparador de una tienda departamental y quiso con todas sus fuerzas que las cosas hubieran sido diferentes, con gusto cambiaría a todas las mujeres que habían pasado por su cama desde hacía quince años por haber tenido la oportunidad de conocer a Leticia cuando ambos eran jóvenes, más jóvenes, adolescentes si se pudiera.

El olor de las feromonas estaba presente en el aire mientras recorría mentalmente a todas las mujeres de su vida y no pudo encontrar ninguna razón para guardar consigo recuerdo alguno. Había hecho muchas cosas de las cuales podía, incluso debía de arrepentirse, mucho dolor que sus acciones egoístas de adolescente, incluso ya en los primeros años de su etapa adulta causaron en otras personas, en otras mujeres. Ruth y la primera vez había sido el principio del fin, en algún punto de su vida había dejado que el sexo lo dominara, tal vez todo se remitía a aquella primera vez en la que se sintió como un objeto sin valor, y lo peor de todo es que había permitido, aunque fuera inconscientemente, que su deseo de venganza le nublara el juicio y mujeres inocentes habían pagado ese precio. Por su culpa Jahayra había visto arruinado su más grande sueño de adolescencia sin que a él le importara mayor cosa, no sabía que habría sido de ella eventualmente, pero se descubrió esperando con todo el corazón que el hecho no haya tenido consecuencias graves; era bien sabido que los eventos traumáticos en la juventud podían sin problemas afectar enormemente el desenvolvimiento de la vida adulta de las personas, él lo sabía, lo había entendido ya. Aunque tenía sentimientos profundos para con Nadia, también la había usado y a la distancia ningún pretexto que pudo haber puesto o pensado dar en ese entonces le parecía válido, había sido un verdadero imbécil, un patán de la más baja calaña, y eso solamente había sido el principio.

Pasaba ya del medio día y muchos pensamientos se revolvían dentro de su cabeza llenándolo de sensaciones de culpabilidad. El olor no se desvanecía, al contrario, mientras más avanzaba por la calle era más fuerte y Pedro se había declarado incapaz de poder distinguir si el olor era real o solamente producto de los recuerdos que se agolpaban y pasaban por oleadas frente a sus ojos. Se acordó de Isabel y las sienes le palpitaron, nunca pudo perdonarle la decisión que había tomado, aunque sabía bien que no había sido ella únicamente, sus padres también tuvieron mucho que ver, pero a final de cuentas, ella debería haber tenido la última palabra, y lo había permitido, casi lo cegaba el coraje y el dolor, pero de pronto cayó en la cuenta de que él no era la víctima total; aunque ella no lo supo jamás; él había sido infiel en dos ocasiones, la primera cuando conoció a Laura y se besaron bajo las estrellas, y la segunda en aquel viaje al sureste, cuando compartió cama, ganas y sudor con su mejor amiga de entonces, Gabriela, y con esa chica Karelia que jamás volvió a ver, ni en la universidad ni en ningún otro lado. Con toda la pesadez que se sentía en el aire producto de la bruma que había inundado la mañana, pero para Pedro, sobre todo por el agobiante olor a feromonas, recordó la ausencia de éste en aquel encuentro. Y esa mañana no había tenido oportunidad de compartir ese descubrimiento con el doctor Horacio Sacbé.

Se dio tiempo para pensar en Salvador, su mejor amigo y después de la preparatoria, compañero de conquistas. La mujer que los definía como amigos y casi hermanos se llamaba María Elia. Se sentaba al lado izquierdo de Pedro en el salón cuarenta y dos, en el cuarto piso de la escuela Francisco Ybarra e Hidalgo. Muy inteligente y agradable, llegó a ser una muy buena amiga suya, pero estaba en secreto enamorada de Salvador. Habían pasado dos años desde la fiesta de Jahayra y Pedro no tenía una novia formal, ignoraba que María Elia gustara de su mejor amigo, de haberlo sabido lo más probable es que hubiera actuado diferente, Salvador había quedado ese año en un grupo diferente al de ellos dos, por lo tanto no convivía todo el tiempo con Pedro, como sí lo hacía él con María Elia. Ella se había ofrecido a ayudarlo con sus trabajos de Historia e Investigación a cambio de un favor que le habría de pedir una vez terminados los resúmenes. Pedro fantaseaba con la posibilidad de acostarse con ella después de recibir su ayuda académica, y durante toda esa tarde estuvo seguro de que de eso se trataba el favor que le pediría. Cuando los trabajos estuvieron listos, Pedro se abalanzó sobre ella sin siquiera darle tiempo de hablar, María Elia, sorprendida respondió a sus caricias con presteza, hicieron el amor sobre la alfombra de la sala del departamento y en el momento del orgasmo, ella le confesó que de quien estaba enamorada era de su amigo Salvador. A Pedro no le importó demasiado, sus ganas estaban demasiado satisfechas como para ofenderse por esa revelación. Con la promesa de que la ayudaría, Pedro le pidió que si algo llegara a darse entre ellos, jamás le contarían a Salvador lo que acababa de suceder. Tiempo después, María Elia y su mejor amigo se hicieron novios hasta que ella, en un desliz imperdonable, se embarazó de otro hombre.

Envuelto en sus pensamientos, Pedro no se dio cuenta de que llevaba casi cinco minutos de pie frente a la puerta de la casa de Cristina. La misma casa en donde había vivido desde siempre y que ella había heredado cuando sus padres murieron en un accidente de carretera hacía un par de años. Conocía muy bien la casa, había tenido sexo con Cristina en todas y cada una de las habitaciones, incluso, en el funeral de sus padres, había venido aquí acompañado de Marisol y no pudo evitar excitarse cuando vinieron los recuerdos al recorrer los pasillos de la casa en compañía de su esposa, ambos se metieron a un armario que Pedro conocía se cerraba solamente por dentro y ahí, hicieron el amor suavemente y en silencio, una celebración de lo mejor de la vida en un momento en que los demás, en la planta baja, lloraban la muerte de dos seres humanos increíbles. No había visto, ni hablado, ni sabido nada de Cristina desde el día que se había desmayado por primera vez a causa del tumor. No sabía como iba a reaccionar ella al verlo, ni siquiera sabía si estaba sola o acompañada. Ahora que lo pensaba, debería de haber llamado antes, por teléfono ella jamás se le negaría. Pero era tarde. Estaba ahí, avanzó unos pasos y con el dedo índice casi rígido por el frío presionó el botón del timbre. A través del intercomunicador, la suave y sensual voz de Cristina le respondía.

- Sí ...

- Soy yo Cristina. Pedro. Disculpa por no haber llamado antes, pero necesito hablarte.

Pedro esperó veinte segundos que le parecieron eternos y justo cuando estaba a punto de darse por vencido, dar media vuelta y regresar sobre sus pasos, el sonido inconfundible del portón abriéndose lo hizo levantar la vista. Cristina lo estaba dejando pasar.

2 comentarios:

la chida de la historia dijo...

BRAVO!!!

Anónimo dijo...

haaa ya casis e termina la historia diablote
jejeejej muy muy interesante