27.11.08

2.

Pedro terminó de arreglarse tranquilo. Tenía tiempo aún antes de la cita con la doctora Leticia, además, conocía muy bien el rumbo en donde se encontraba el consultorio. De hecho conocía prácticamente todos los rumbos de la ciudad, pensó que podría haber sido taxista, y un taxista muy exitoso, veloz y eficiente, sabía infinidad de atajos por las intrincadas calles de la capital; y no era precisamente por un afán didáctico ni porque le gustara pasearse por caminos desconocidos, la verdadera razón de esos peculiares conocimientos suyos era que muchas veces, durante sus años de preparatoria y también los posteriores a la universidad y la maestría, debió andarse con mucho cuidado por la calle. No era raro que recibiera amenazas de novios celosos o ex novios ardidos o amigos sobre protectores de sus conquistas, de sus mujeres. Podía haber sido un muy buen taxista, de no ser porque desde que su madre le enseñó a manejar, cuando él tenía once años, lo odiaba. No soportaba estar encerrado en una pequeña cabina ventilada únicamente con aire artificial, y el abrir las ventanas era peor, todo el mal ambiente de la calle y el calor y el ruido lo aturdía sobremanera. Era una derivación de su claustrofobia que tres años de terapia psicológica no remediaron, al contrario. Ante sus conocidos más cercanos, Pedro se jactaba de haber retirado de la profesión a tres loqueros: una psicóloga, un especialista en Gestalt y una psiquiatra, la primera de ellos había decidido dedicarse a la docencia en la Universidad Nacional y dejar su práctica privada, con el tiempo dejó a su vez la enseñanza pública y se adentró tanto en el sindicato que ya no pudo salir de ahí, Pedro fue su último paciente y el único que dejó con el tratamiento inconcluso. El gestaltista simplemente se retiró porque su avanzada edad no le permitía ya ir de su casa al consultorio, en los últimos meses de su práctica profesional, tres asistentes debían levantarlo de la cama, bañarlo y vestirlo para después trasladarlo en una gran camioneta hasta su consultorio, donde permanecía sentado en la misma silla, en la misma posición durante toda su consulta, al final de la jornada, la tarea era la misma, la paga era poca y un buen día se quedó sin asistentes y la familia decidió mantenerlo en cama hasta su muerte, curiosamente, Pedro fue el paciente de la última cita del último día y también dejó su tratamiento sin terminar. La psiquiatra fue noticia por unos días en los diarios sensacionalistas; durante una consulta, un individuo armado de una Glock nueve milímetros semiautomática había irrumpido en su consultorio amenazante, asesinado a la recepcionista y quitado su propia vida frente a la psiquiatra y su paciente, ella perdió el conocimiento, cuando despertara habría perdido la razón y un adolescente claustrofóbico, salpicado de sangre, se quedaba con agujas en las sienes y en los pulgares de los pies y conectado a una fuente de electricidad; despacio se quitaría los electrodos, se pondría los calcetines y los tenis y saldría corriendo y no se detendría hasta ver la puerta de su casa.

Sí, Pedro odiaba manejar, una gran parte de la responsabilidad tendría que atribuírsele al hecho de jamás haber terminado sus tratamientos psicológicos, pero era evidente, después del episodio de película que había vivido en su última cita con la psiquiatra no era para menos. La claustrofobia aún se hacía presente en su vida cotidiana en su temor a las puertas cerradas. Dormía con la puerta de su cuarto abierta desde que tenía memoria, y desde entonces su madre siempre se había levantado de madrugada a cerrarla; si Pedro despertaba sentía una gran ansiedad y no le era posible volver a dormir. Con el tiempo y la compañía femenina, comenzó a olvidar esa manía de no cerrar la puerta, pero aún ahora, prefería hacer el amor manteniendo la puerta abierta, cuando estaban solos en algún sitio, claro. Otro de sus problemas fue la timidez que a veces se traducía en un pudor exacerbado.

Se vistió rápidamente pues no soportaba la idea de estar desnudo en soledad, se puso una camisa blanca y un pantalón de mezclilla azul deslavado, el que era el favorito de Marisol porque decía que le marcaba las nalgas como ningún otro. Él no lo creía así, pero el recuerdo de esas palabras en la dulce voz de su ex esposa le dolió, aunque al instante se forzó a reprimir esa memoria. Salió del departamento con calma, eran apenas las siete con cincuenta minutos. Tenía tiempo suficiente y decidió caminar hasta el consultorio de la doctora Leticia. Pensó en si debía advertirle de su mal karma con los profesionales de la mente, pero sintió vergüenza; esas cosas de su pasado no deberían salir tan fácil, al menos no de primera intención. Los objetivos que buscaba con la doctora eran muy específicos, debía remitirse únicamente a los hechos que lo llevaron casi de la mano a la concepción de sus teorías sobre las feromonas. De pronto se sintió intimidado por lo que la doctora pensara de él, de sus ideas, de sus teorías, de su historia, de su vida. Se sintió poca cosa, un loco más en la apretada agenda de una profesional, como llegó a sentirse en su adolescencia, tímido.

Esa timidez que lo hacía no participar en discusiones o debates en la escuela ni asistir de manera cotidiana a fiestas ni gustar mucho del ambiente discotequero, curiosamente no le impedía hablarle a las mujeres. Siempre se creyó un privilegiado ya que sus pocos amigos morían de desesperación al no poder acercarse a la chica que les atraía y de la que pensaban estar profundamente enamorados, con el tiempo descubrirían que el amor de colegial era una bicoca en comparación a lo que podían llegar a sentir cuando sintieran de verdad. Pero Pedro no tenía ese problema, era perfectamente capaz de establecer contacto con el sexo opuesto.

Claro que esto no sucedió hasta que conoció a Ruth. La primera mujer de quien tuvo una certeza completa de que estaba enamorada de él. La primera mujer que le escribió una carta perfumada. La primera mujer que lo sedujo. La primera mujer con quien tuvo sexo. La primera en muchos sentidos, aunque haya sido una sola vez, aunque no haya tenido idea de lo que pasaba, aunque se haya venido en treinta segundos, aunque ella haya sido tres años mayor que él, aunque ella ya tenía credencial para votar con fotografía y él sólo tenía quince años. Aunque había tenido pequeños encuentros sensuales con sus novias desde la secundaria, Ruth se había encargado de mostrarle por primera vez un cuerpo femenino totalmente desnudo. Pedro estaba excitado prácticamente hasta la saciedad, no porque ella le hubiera parecido especialmente atractiva, porque lo era, en cierto modo, pero el simple hecho de estar frente a una mujer en cueros y completamente dispuesta a lo que sus años de masturbaciones viendo pornografía hardcore pudieran hacerlo desear. Resulta evidente, a la distancia, que Pedro sabía lo que pasaría, técnicamente, aunque la realidad haya sido bastante más distinta a lo que siempre había imaginado como su primera vez. Todo comenzó con la carta perfumada:

“No nos conocemos, pero te he visto llegando por la mañana con tu mochila negra y tu cabeza agachada. Me gustas, y me gustaría verte de cerca, pero me da un poco de pena que me rechaces porque no sabes quien soy, bueno, sí lo sabes pero jamás me has hablado. Y yo te he escuchado, las veces en que los maestros te hacen hablar, lo haces con una claridad que me deja viéndote por todo el tiempo que dure tu discurso, no sé porqué no lo haces más, eres muy bueno. Estás en mi mente siempre.

Ella”

Era la primera admiradora secreta que tenía. Pedro se sentía emocionado, tanto que su novia de entonces no pudo soportarlo y terminó con él, pero no le importó demasiado, tenía una admiradora y eso lo llenaba, aunque le costaba trabajo el aceptarlo.

A la llegada de la carta siguió un viaje escolar a una playa cercana. Dos horas y media de camino en un autobús destartalado y lleno de adolescentes preparatorianos. Pedro se sentía cohibido, aunque le gustaba mucho el ambiente porteño, amaba la brisa del mar y el contacto de la arena en sus pies, no se sentía seguro entre sus propios compañeros de clase. La timidez le pesaba, acaso ese día más que antes que no se encontraba en la comodidad de su cuarto, con sus libros y con la televisión. Durante el trayecto, le llovieron bolitas de papel y se acurrucó en su asiento pensando en que de nuevo sus compañeros más gañanes lo molestaban, como aquella vez en que desde un auto en marcha le lanzaron buscapiés encendidos quemándole la pantorrilla y su uniforme de deportes. Pero no era eso, se atrevió a abrir una de las bolitas de papel que le había quedado cerca cerca y enseguida reconoció esa caligrafía tan distintiva que lo había emocionado por días, leyó:

“Me gustas”

Y otra:

“Te quiero besar”

Y otra:

“Hoy sabrás quien soy”

Pedro no pudo ocultar su excitación, lo cual hizo que se acurrucara más en el asiento, ya que su erección era muy notoria aún y cuando vestía el uniforme de deportes de la escuela. Lo único que hizo es tomar todas las bolitas de papel y lanzarlas hacia arriba, lo hizo sin pensar, lo que provocó es que todas le cayeran encima a él de nuevo. Muchos de sus compañeros se carcajearon pero no le importó. Sólo esperaba que ella hubiera entendido.

Que supiera que él también estaba dispuesto.

Pedro no sabía que es lo que debía hacer ahora. Tenía la idea de que su admiradora secreta se revelaría ante él apenas descendieran del autobús para instalarse en la playa, pero no. De pronto se vio de pie entre la multitud en traje de baño. No tenía con quien estar, todos sus compañeros habían hecho grupitos en los que él claramente no había sido invitado. Intentó adjuntarse a alguno de ellos, preferentemente a uno en el que no conociera muy bien a sus integrantes, pero falló. El grupo parecía muy animado, charlaban y reían, había parejas que se abrazaban y Pedro tuvo ganas de ser en ese momento un tipo divertido, que contara anécdotas reales o inventadas pero que hicieran a reir a carcajadas a sus acompañantes. Cuando en medio de una gran risa, dos de los muchachos abrieron un poco el círculo y él aprovechó para introducirse sonriéndoles ampliamente a todos. Al instante el ambiente cambió, todos en el grupo se habían quedado callados y Pedro jamás había sentido una incomodidad más grande. Pero apareció su salvadora. Ruth, una chica de su clase le había tomado el brazo izquierdo sacándolo del círculo silencioso. Caminaron de la mano por una hora, recorriendo la playa de un lado a otro tres veces casi sin hablar. No mucho se dijeron, entre esas pocas cosas la confirmación de que ella había sido la remitente de la carta perfumada, también que le había pedido a una amiga le lanzara todas las bolitas de papel en el autobús. Ruth parecía preocupada de la diferencia de edad, ella estaba a una semana de cumplir los dieciocho años y no hacía ni siquiera seis meses de que Pedro había cumplido los quince. Él no sabía que contestarle, se sentía tan lleno y tan orgulloso de tener una admiradora que hubiera accedido a lo que ella le pidiera en ese momento. Los compañeros de ambos los notaron y los chiflidos no se hacían esperar pero no los escuchaban, caminaban mirándose y escuchándose. Entraron al mar y sucedió. Lentamente se acercaban con un poco de pudor y de timidez y los labios de Ruth buscaban los de él, y finalmente se juntaron, ahí fue cuando Pedro sintió por primera vez el golpe de feromonas, no lo supo en ese instante pero jamás olvidaría los colores de ese encuentro, y el calor que parecía hacer efervecer las incipientes olas alrededor de ellos. El beso les pareció eterno y únicamente se separaron con la promesa de volverse a ver en la escuela.

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