28.11.08

1.

“¡Despierta! Aunque suene como una frase hecha y más trillado que nada, éste es el primer día del resto de tu vida, no puedes darte el lujo de quedarte dormido, en cualquier momento serán las cinco de la mañana ¿qué esperas? No me digas que no lo habías pensado. Te embarcaste en esta aventura, que Dios sabe que consecuencias tendrá para ti, sin pensar siquiera en el cómo habrías de comenzar, lo sé, siempre lo he sabido. Te conozco como a mí. Si no lo comienzas ahora, ya no lo harás jamás. Tampoco es que te quede mucho tiempo, treinta días no son nada para la locura que has estado pensando. El doctor Sacbé creyó que ya tenías un plan ¿verdad? No pensé que fuera tan ingenuo, si dice conocerte debería estar al tanto de que la gran mayoría de tus planes son frustrados por tu propia desidia. No veo la manera en que esta última empresa inalcanzable que te has propuesto vaya a ser diferente, eh Pedro. ¡Despierta! Si lo que quieres es conocer la verdad sobre mi existencia, este es el momento de comenzar, si habré de matarte en poco tiempo, al menos quiero divertirme viéndote fallar otra vez, como tantas otras en que ya lo has hecho. Sencillamente es imposible que las puedas encontrar a todas, no en treinta días, eso te lo aseguro. Mucho menos si vas a tener esas interminables sesiones de terapia con la doctora Leticia. No voy a irme a ningún lado, al contrario, cada día me hago más y más grande, más y más poderoso y me adueño de tu mente un poco más cada vez. ¿En realidad crees que todo lo que sabes ya sobre las feromonas se debe a tu brillantez? Estás mal, Pedro. Todo te lo he dado yo. Yo mejor que nadie sé que has pensado tanto en las razones de mi aparición, y eso, en vez de darte la fortaleza necesaria para luchar contra mí, lo único que hace es darme más armas para atacarte. Anda, ve, investiga, busca a esas mujeres, recorre el continente si es necesario, sólo tienes treinta días y si no comienzas ahora, mañana será demasiado tarde. ¡Despierta! No tienes tiempo que perder. Tus horas comienzan a correr ... Ahora ...”

Pedro despertó con un sobresalto y se sentó a la orilla de la cama, tardó en darse cuenta de que todo era un sueño porque le había parecido tan real que casi lo podía sentir. Claramente se había visto a sí mismo acostado en la cama, pero él estaba de pie rodeándola y hablando con su otro yo que en apariencia seguía dormido, y aunque sentía moverse sus labios, la voz parecía venir desde detrás de su cabeza, en vez de desde lo más profundo de la garganta. Pasó un poco más de tiempo, cinco minutos tal vez, sentado como estaba y masajeándose las sienes con las yemas de los dedos. Recordaba cada palabra del sueño, no era verdad, todo este asunto de las feromonas lo había descubierto por sus propios métodos, era la investigación de su vida, ¿cómo podría dejarla en manos de alguien más? Por otra parte, quien hablaba era él, o alguien más personificándolo. Pensó que quizá el doctor Sacbé tendría algo de razón cuando afirmaba que no se trataba más que de una obsesión, y eso se estaba manifestando en su subconsciente como una reticencia a aceptar la verdad de sus teorías. Pero no, no podía permitirse a estas alturas fallar en algo.

Inmerso en esos pensamientos estaba Pedro cuando un fuerte ruido lo hizo brincar. Era el despertador. En efecto, tal y como en el sueño lo había escuchado, eran las cinco de la mañana y el último mes de su vida estaba comenzando. Aún un poco aturdido por el fuerte y repentino despertar, tardó un par de minutos más en decidirse a abandonar la cama. Cuando por fin pudo hacerlo entró en el cuarto de baño y la imagen que lo recibió en el espejo no era para nada la imagen de un hombre moribundo. Por el contrario, su barba a medio crecer enmarcando sus pronunciados pómulos, en perfecta sincronía con su rebelde cabello corto, arremolinado a los lados y parado arriba, hacían un contraste más que adecuado con sus ojos de un verde acuoso. En ellos se reflejaba el deseo, no la desesperanza; el ansia por la verdad, no el desánimo.

Mientras tomaba una ducha con agua tibia, pensaba en lo cómodo que se sentía con su situación actual. Hacía seis meses ya que no se encontraba con la compañía de una mujer extraña o conocida en su cama. El mismo día que hizo el amor con Cristina por última vez, de hecho la última vez que hizo el amor, fue el día de su primer desmayo. En esa ocasión había experimentado y caído en la cuenta del poder enorme de atracción que esa mujer ejercía sobre él. Ella, Cristina, la siempre leal Cristina. La que le enseñó desde sus años de escolar la diferencia entre fidelidad y lealtad. A pesar de que habían pasado ya más de trece años desde su primer encuentro, cuando fueron novios por siete meses durante el último año de preparatoria, no habían dejado de verse esporádicamente. Pedro sabía que podía contar con ella en cualquier momento y a cualquier hora y en cualquier lugar con tan sólo una llamada. Cristina sabía que el sexo más maravilloso de su vida estaba a tan sólo un telefonazo de distancia.

Cristina volvió a su vida y volvió a su cama de forma por demás predestinada. Ese día, Pedro había vuelto a su viejo departamento de soltero, que seguía manteniendo en impecables condiciones, aún sin estar rentado; herencia de su padre, lo único que su madre pudo rescatar de las garras de los hermanos de don Pedro Ortiz del Prado, que al momento mismo en que él murió ya tenían a sus abogados repartiéndose el jugoso pastel que quedaría si lograban dejar fuera del testamento a la ex esposa y a los hijos. Y lo hicieron, pero aceptaron dejarle el departamento más modesto y más pequeño con la condición de jamás volver a cruzarse en sus vidas. Helena, la madre de Pedro no necesitaba de ninguna manera el dinero, así que hizo poner el departamento a nombre de su hijo mayor.

Desde la secundaria fue el lugar de reunión con sus amigos, así como, poco tiempo después, fue el marco indicado para los primeros escarceos eróticos de Pedro, y los que le siguieron. Ese día fatídico había vuelto presa de un dolor de cabeza que le había durado toda la mañana, había despertado con pulsaciones intensas en las sienes y Marisol tenía ya dos semanas de no llegar a dormir a la casa. No quiso llamar a su madre y se dirigió a su pequeño departamento. Al abrir la puerta, una nota cayó del marco de la puerta. Leyó:

“Me enteré que tu esposa te dejó y pensé que te encontraría aquí. Llámame, el teléfono de mi casa sigue siendo el mismo que estoy segura que aún te sabes de memoria. Besos, Cristina.”

Pedro sintió de inmediato ese irrefrenable deseo por llamarla, por poseerla una vez más, deseo que había reprimido exitosamente durante los tres años que llevaba casado con Marisol; así lo hizo, llamó y en menos de una hora Cristina tocaba a la puerta. El tiempo se detuvo pero el dolor no cedió. Sin hablar, sus ojos se encontraron, sus manos se juntaron y sus labios se buscaron. Parecía que habían esperado este momento por años, y acaso era así en realidad. Desde un mes antes de su boda, Pedro le había dicho a Cristina que no iban a verse más, ella no pudo estar más de acuerdo, no podían ser amigos ni tampoco era la opción ser amantes, les ganaba el deseo de tocarse, de ser uno y estar juntos, desnudos. Eso era lealtad.

Pero el encanto duró poco, con la cabeza a punto de explotar, Pedro arremetió con fuerza contra el cuerpo de Cristina, prácticamente le arrancaba la ropa con violentos jalones, y aunque a ella le encantaba, lo sabía, le había encantado siempre ese lado salvaje, en su rostro tan lleno de gestos de placer podía adivinarse una sutil preocupación, algo no andaba bien y ella parecía saberlo. Y pasó, al momento justo en que Pedro la penetró como un semental en brama, un latigazo de un olor parecido al cloro le inundó la nariz, un grito de dolor rompió la cadenciosa sinfonía de gemidos, él se llevó las manos a la cabeza y ya no supo más.

Abrió los ojos, estaba aquí, ahora, en la ducha con el agua ya fría y se encontró a sí mismo temblando, extrañando a Marisol y pensando en Cristina. Había eyaculado aunque no recordaba haber tenido un orgasmo ni haberse masturbado ahí, de pie, aunque su pene ya flácido por la acción del agua helada aún escurría los residuos de ese recuerdo tan vívido que había tenido. Se regañó a sí mismo. No tenía tiempo que perder. No era momento de pensar en ellas, este día todas sus fuerzas debían concentrarse en un solo nombre, en una sola persona, en una sola mujer, Ruth. La primera con la que tuvo sexo en su vida, y ahora debía tener ya más de treinta y tres años.

Aunque había otra mujer que ocupaba sus pensamientos. La doctora Leticia Garcés Padró. En realidad, aunque estaba decidido a plantearle seriamente sus teorías referentes a las feromonas y a recibir su ayuda de la manera más profesional posible, la duda que el doctor Sacbé le había implantado sobre su aspecto lo estimulaba, y tenía una cita con ella a las nueve de la mañana y ya eran más de las seis.

- ¿Qué diría la doctora si supiera que me vine sin darme cuenta mientras me bañaba con agua fría y pensaba en mi primer desmayo? - se preguntó a sí mismo en voz alta.

Como respuesta, el reflejo de su rostro en el espejo empañado se limitó a sonreírle con burla.