Pedro odiaba llorar. Lo había hecho en contadas ocasiones, la negación era su mecanismo de defensa favorito y tendía a reprimir sus sentimientos, al menos en público. Aunque era de lágrima fácil, cuando se hacía daño no podía evitar que sus ojos se humedecieran, de primera intención solamente podía recordar tres ocasiones en las que había llorado por emociones.
La primera fue cuando tenía diez años. Helena su madre solía ir por sus hijos a la escuela en el auto, dejarlo en el lugar más lejano del estacionamiento y esperar a que Pedro y Alejandro caminaran hasta allí acompañados a veces por sus compañeros y algunas otras por la maestra de uno de ellos. La maestra de Pedro era la Madre Jacobina, una monja franciscana que llevaba más de treinta años enseñando el quinto de primaria en la escuela Francisco Ybarra e Hidalgo, había sido incluso profesora de doña Helena cuando ella cursaba el mismo grado y lo sería de Alejandro cuando éste tuviera que cursarlo en dos años más. La Madre Rosita era la directora de la escuela y tenía una muy buena relación con los Ortiz Darmand dado que ‘el Toro’ había sido profesor de literatura y teatro por diez años y solamente confinado a una cama del hospital San Jorge de Atanes pudo dejar de dar clases, algo que era su pasión. Era un mediodía soleado pero con un viento frío, propio de la tercera semana de diciembre cuando Pedro esperaba por su hermano y para su sorpresa, doña Helena caminaba hacia él, al levantar un poco más la vista distinguió su auto rojo estacionado prácticamente en la entrada del colegio. Su madre usaba unas enormes gafas oscuras y ropa negra, pantalón de vestir, suéter de tejido, y sobre éste un chal cubriéndola del frío; llegó hasta él y lo tomó por los hombros, Pedro se veía en el reflejo de las gafas y no estaba seguro de si su madre lo estaba mirando pero se sintió triste de pronto. Se abrazaron un momento y tomándolo de la mano, doña Helena lo condujo hasta el gran patio, frente a la jardinera con el enorme logotipo de la escuela y su lema en latín: “Omnia possum in Eo qui me comfortat”, no sabía su significado y pensó que le preguntaría a su madre cuando llegaran a la casa, no podía preguntarle ahora porque había dicho que tenía algo importante que decirle a la Madre Rosita. Pedro vio que su hermano salía del salón de la mano de la profesora Juanita y lo llamó a gritos, dando saltitos Alejandro se acercó y se quedaron solos, esperando a su madre. Helena tardó veinte minutos en salir tomada del brazo de la directora, se las veía conversar con las cabezas mirando al piso. La Madre Rosita abrazó a ambos hermanos y sin decir palabra se despidió de ellos, doña Helena tampoco decía nada, ni entonces ni en el camino de regreso a casa. Comieron juntos en completo silencio con la abuela Almudena, que también se notaba triste y había abrazado a sus nietos muy fuerte, al terminar, ésta se disculpó y llevó los platos sucios a la cocina. En ese momento Pedro volteó a ver a su madre que tenía los ojos hinchados y enrojecidos, tomó de las manos a sus hijos y comenzó a hablar sin que la voz se le quebrara. - Antes de ir por ustedes a la escuela pasé por el hospital, me llamaron para avisarme que su papito acababa de morir. - Apretando muy duro la mano de su madre, Pedro comenzó a sentir como sus pestañas se mojaban copiosamente, lo último que pudo ver fue a su hermano Alejandro que con cara de sorpresa se aferraba al brazo derecho de su madre, los ojos verdes se le llenaban de lágrimas mientras su garganta reprimía cientos de gritos lastimeros. Hundió la cara en el hombro izquierdo de doña Helena quien le rodeó la espalda. Estuvieron los tres juntos, abrazados casi una hora, en un silencio que fue respetado hasta por la abuela Almudena que se había marchado al hospital sin hacer ruido, silencio que sólo era quebrado por los sollozos que de pronto se le escapaban a los hermanos.
La segunda vez que lloró de esa manera tenía catorce años. En el último año de la secundaria había conocido a Érica García Esparta en un juego de béisbol, comenzaron a salir al cine, a tomar café o un helado, incluso los papás de ella le tenían mucho aprecio y lo invitaban los fines de semana a ver deportes a su casa o a los estadios de la ciudad o de las ciudades cercanas. Como todos los amores de adolescentes habían pensado que eran el uno para el otro y que estarían juntos toda la vida. Se veían haciéndose viejos y con sus hijos siendo felices para siempre. Los pocos compañeros con que Pedro se reunía en la escuela y fuera de ella, incluso Salvador que era su mejor amigo, lo criticaban, decían que era joven y que aún tenía mucho por vivir, pero ellos, secretamente, le tenían cierto grado de envidia por lo feliz que era siendo novio de Érica. Y ella también se sentía completa. A mediados de marzo, la familia García Esparta organizó un día de campo en un poblado cercano a la ciudad, como resultaba evidente, Pedro estaba invitado a conocer a todos los parientes de su novia y aunque estaba un poco nervioso por ser el único extraño, una vez estando ahí, entre ellos comiendo y compartiendo juegos y risas, se sintió en familia. Los constantes problemas de ‘el Toro’ Ortiz con sus hermanos habían mantenido a Pedro y a Alejandro alejados de sus primos por lo que nunca había conocido un ambiente de familiaridad como el que estaba viviendo ahí, en ese día de campo, y le gustaba. Se organizó un partido de tocho bandera adultos contra jóvenes y los miembros de este último equipo le dieron a Pedro la posibilidad de ser mariscal de campo. Pensó en todas las películas viejas grabadas en súper ocho que mostraban a su padre jugando futbol americano, de ahí venía su apodo, jugando como ala defensiva y a veces como bloqueador central era poderoso, en el campo de la ciudad universitaria donde había estudiado en la Facultad de Letras aún había un pasillo con su nombre en recuerdo de las glorias deportivas que había alcanzado, su capacidad creadora no le quitaba las habilidades atléticas que poseía. Pedro amaba el futbol americano, jugarlo y mirarlo por la televisión. Y esta familia que hoy lo recibía como uno más de sus integrantes compartía la misma pasión por el deporte. No llevaban jugando más de quince minutos cuando la blanca piel de Érica se ensombrecía mientras ella caía como fulminada. Lo que siguió entonces fue solamente confusión, gritos y llanto entre las mujeres de la familia García Esparta y una rápida huida al hospital, Juan Antonio García, el padre de Érica pidió un taxi y le dijo a Pedro que se fuera a su casa, que él le llamaría por la noche para contarle lo sucedido. Pero no lo hizo y Pedro se pasó días llamando a casa de los García esperando por respuestas a preguntas que ni siquiera tenía la oportunidad de hacer, nadie le contestaba. Una semana después de la tragedia en el día de campo, el señor García llegó a su casa para llevarlo a ver a Érica. Por primera vez, Pedro entraba en el hospital San Jorge de Atanes, sabía que ahí había estado su padre durante ocho años pero su madre nunca lo llevó, ni a él ni a su hermano Alejandro; ahora tenía la edad suficiente y sabía desde hacía tiempo que existía una enfermedad llamada cáncer y que ‘el Toro’ había sido una de sus víctimas. En el quinto piso del hospital, Pedro tuvo su primer encuentro cara a cara con el cáncer mirando a través de las ventanas de las habitaciones a los pacientes, algunos sedados, otros reprimiendo con gestos el intenso dolor que debían sentir, muchos en extremo delgados y sin cabello. En una de las salas privadas del centro del piso estaba internada Érica, mucho más delgada que lo usal y con la piel blanca mutilada por cientos de moretones, algunos pequeños y otros que le cubrían gran parte de la epidermis, el mayor de ellos se extendía desde el lado izquierdo de su pecho y llegaba hasta su rostro alcanzando el ojo que se había teñido de rojo, había sido diagnosticada con leucemia. Con trabajos podía mantenerse sentada, el dolor abdominal la forzaba a estar acostada siempre en un ángulo de treinta grados, tampoco podía levantar la cabeza por mucho tiempo. Un tubo transparente le cruzaba la cara haciéndosele imprescindible para respirar. Pedro no pudo soportarlo mucho tiempo, sonreía tímidamente pero sentía miedo, no conocía los hospitales y éste había sido un muy mal momento para hacerlo. Quiso despedirse, Érica tenía los ojos cerrados, él le tocó la mejilla derecha con el dorso de la mano y cuando se dio media vuelta para irse, ella le alcanzó a agarrar un par de dedos con su mano débil y temblorosa, Pedro sintió que todo el peso del mundo caía sobre sus hombros cuando al mismo tiempo de voltearse y clavar la asustada mirada verde en los ojos azules de Érica, ella dibujo una tenue sonrisa en su rostro de facciones delicadas y el bip intermitente que escuchaba desde que entró a la habitación que emitía el monitor cardiaco dejó su ritmo itinerante para sonar sin cesar. Los ojos azules perdieron el brillo y los dedos de Pedro sentían como la presión se relajaba de pronto. Al instante un ejército de uniformados albos entró corriendo a la habitación, un hombre corpulento tomó a Pedro de la cintura y lo alejó de la cama de Érica, una mujer de cabello castaño le pidió que esperara afuera y lo acompañó a sentarse en una banca al centro del pasillo. Ya no podía ver lo que ocurría en el interior, pero aunque hubiera estado ante un cristal transparente también le habría sido imposible, sus ojos se inundaron de tristeza y soltó un grito de coraje e impotencia, golpeó el respaldo del asiento contiguo y llevándose las palmas de las manos a la cabeza se agachó y lloró.
La tercera vez fue el peor día de su vida, aunque fuera solamente el inicio de una cadena de acontecimientos que dieron al traste con sus planes futuros. A pesar de que su relación con Isabel de las Fuentes Castillo había estado atravesando por problemas en los últimos días, la idea de casarse pronto les rondaba por la cabeza hacía semanas. Ella recién había cumplido veintiún años y a él le faltaban seis meses para cumplir los veintidós. Tenía casi un año de haber salido de la Facultad de Arquitectura y había conseguido un puesto de becario en un despacho dependiente de Estéfano, Amparo y Hernández Asociados, una de las casas constructoras más importantes del país; se sentía muy a gusto ahí y pensaba que podía tener grandes oportunidades de crecimiento. Isabel tenía por delante un semestre difícil en la universidad, el último, en el que debía consolidar su proyecto de tesis. Era diciembre y el despacho había decidido enviar a Pedro a una ciudad del norte a participar en una obra enorme, a partir del inicio del siguiente año tendría que permanecer seis meses lejos de casa, lejos de Isabel. Para él todo encajaba perfecto, ella podría concentrarse en los trámites y trabajos necesarios para su titulación sin las distracciones de un novio demandante de tiempo y de cariño, y él firmaría un contrato con la constructora que le garantizaría, que les garantizaría a ambos el suficiente capital para poder realizar sus planes, además, volvería a la ciudad al mismo tiempo en que ella acabaría la escuela, y si su relación era tan fuerte como lo había demostrado a lo largo de cinco años ya, fácilmente podrían aguantar seis meses de estar lejos. Todo cambió cuando en las vacaciones de fin de año, viajaron juntos a una ciudad colonial cercana. Era el momento ideal para renovar su cariño y prometerse fidelidad y amor eterno, salieron a cenar y a bailar como desde hacía mucho tiempo no lo hacían, al llegar habían comprado una botella de ginebra, la bebida favorita de ambos, de madrugada, ya en la habitación se la terminaron, se sentían tan bien y tan llenos que no les importó, pero ese no había sido el primer error. Cuando las cosas se pusieron ardientes dentro del cuarto, Pedro se acordó que con las prisas del viaje, no había tenido tiempo de comprar condones, y ya era tarde para salir, las farmacias cercanas estaban cerradas y en esa zona hotelera aún no había tiendas de conveniencia que estuvieran abiertas las veinticuatro horas. Se lo dijo a Isabel y ahí vino la siguiente equivocación, ella le respondió que no importaba, quería hacer el amor con él y ya no había la posibilidad de dar marcha atrás, de cualquier manera sus planes de boda eran muy en serio. Y así lo hicieron, Pedro ya no podía pensar claramente, el deseo lo desbordaba, el intenso olor a cloro que se percibía en el ambiente de la habitación crecía a cada instante excitándolo de una manera espectacular, sin darse cuenta, Isabel lo puso boca arriba en la cama, despacio se montó en él y poco a poco fue penetrándose con el miembro que se erguía orgulloso y sin barreras ante ella, Pedro solamente miraba y veía desaparecer su pene entre los prodigiosos pliegues del sexo de Isabel. Ella subía y bajaba con un ritmo frenético, parecía perdida entre sensaciones de placer y por fin él se abandonó también a sus sentidos. Cuando sintió que su orgasmo se acercaba, Pedro tomó a Isabel de la cintura y sin salirse por completo la hizo rodar quedando abajo suyo, ahora él recuperaba el control y mientras seguía entrando y saliendo de ella, le besaba el rostro contorsionado en expresiones de placer. Isabel sintió un cosquilleo intenso saliendo desde lo más profundo de su ser y explotó en un orgasmo impresionante apretando con sus piernas la humanidad de Pedro, que al sentir aquellas contracciones en su pene explotó también, no tuvo oportunidad de salirse antes de eyacular y de eso habría de tomar consciencia poco tiempo después. Las consecuencias llegaron con el año nuevo, la confirmación del embarazo de Isabel no parecía cambiar los planes de Pedro, en seis meses él regresaría y podrían casarse de inmediato si así lo querían, y a Isabel le daba perfecto tiempo de terminar la escuela. O ese era el plan original. Él se fue al norte del país y aunque se mantenía en contacto todos los días, ella no dejaba de extrañarlo y de preocuparse. Un día de febrero Pedro se despertó con un mensaje del teléfono celular de Isabel, le decía que toda la noche había estado llorando y que se sentía muy triste, él lo atribuyó al bombardeo de hormonas que debería estar sufriendo con el embarazo y decidió llamarla al salir de trabajar, pero a la hora de la comida sintió la imperiosa necesidad de hablar con ella, marcó el número de la casa de los de las Fuentes y su hermana atendió. Preguntó por ella y Jazmín, le comentó con la voz quebrándosele que sus padres se habían llevado a Isabel del otro lado de la frontera, cerca de la ciudad en donde vivían sus abuelos; Pedro colgó en seguida, sin pedir permiso ni avisar en la obra donde estaba trabajando, corrió y tomó un taxi que lo llevó al aeropuerto. Dos horas después llegaba agitado y asustado a la casa de la familia del padre de Isabel, no estaba ni ella ni sus padres, pero todos los tíos y primos lo conocían y lo hicieron pasar y esperar. Comenzó a nevar y Pedro sintió mucho frío, como había salido apresuradamente no había traído consigo prenda alguna que lo cubriera por completo del helado clima. Una hora más pasó hasta que se abrió la puerta de la casa y entraba Isabel del brazo de don Severiano de las Fuentes, su padre. Ella estaba muy pálida y parecía que se iba a desmayar en cualquier momento, Pedro la inquirió pero sólo obtuvo una respuesta por parte del señor Severiano. - Ya no tienes de qué preocuparte hijo, mi esposa y yo tomamos la decisión de llevarla a deshacerse de ese bebé que lo único que haría es arruinarles la vida. - Isabel se desplomó y todo el aplomo que Pedro creía tener se fue también. No lo podía creer, sin despedirse y sin mirar atrás salió en medio de la nieve y caminó hasta el aeropuerto, estaba en shock y no tuvo consciencia de cómo había llegado hasta ahí. Tomó el primer avión hacia la capital y al llegar llamó a su madre, ella lo recogió en el aeropuerto y sin decir nada de lo que había ocurrido la abrazó, doña Helena trataba de consolarlo pero era imposible, el llanto de su hijo mayor le empapaba el chal que la cubría del intenso frío. No pudo dormir en toda la noche, había apagado su teléfono celular después de que estuviera recibiendo insistentes llamadas y mensajes de Isabel. Al día siguiente fue a reportarse a la constructora y lo recibieron con un oficio institucional de Estéfano, Amparo y Hernández Asociados con el aviso de su liquidación, no le habían perdonado el haber abandonado la obra en el norte del país. No volvería a saber nada de Isabel nunca, ni tampoco a tener una oportunidad de trabajo como la que había desperdiciado.
Tres ocasiones anteriores a ésta habían logrado que Pedro derramara lágrimas provocadas por emociones. Y ahora estaba de pie afuera de la oficina de la doctora Laura Velasco Del Río sin poder detener el aluvión de sensaciones contradictorias que sentía por dentro. El hablar con ella había sido el catalizador de que cobrara completa consciencia de su propia fatalidad. Tres veces había llorado y las tres veces había sido por la muerte. La muerte de su padre, la muerte de su amada y la muerte de su hijo. Hoy el llanto tenía más que ver con el hecho de que se había dado cuenta de que no quería morir él mismo. De pronto el haber abandonado el tratamiento le parecía como la más absurda de las decisiones que había tomado en la vida, pero también sabía que ya era tarde. Necesitaba hablar con alguien y solamente podía pensar en un nombre, en una imagen. Distinguió un ligero olor a feromonas en el ambiente pero no le prestó atención. Ahora iba a buscarla, habían pasado ya seis meses y quería verla, aunque le costara toda la noche y todos los días que le quedaran de vida, estaba decidido a encontrarla.
2 comentarios:
Ouh!
=(
Que capítulo lleno de emotividad... que forma de hacer a Pedro un ser humano y no el témpano de hielo que ratos le da por ser...
Felicidades, señor escritor... hoy no tengo nada más que decir....
(bezito)
diablote muylindo este capitulo
jeje sigue escribiendo
besos
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