Cuando Pedro abrió los ojos su cuarto ya estaba oscuro. Sentía uno de los brazos de Leticia, el derecho, alrededor de su cuello con la mano recargada sobre su pecho. Volvió a cerrar los párpados y con su mano derecha acarició levemente las piernas de la doctora sólo para descubrir que su otra mano estaba fuertemente apretada contra su propia entrepierna. Era maravilloso despertar de nuevo junto a una mujer desnuda, por primera vez en muchos meses, las pulsaciones en las sienes no lo hacían abandonar el sueño para entrar en un doloroso estado de vigilia. Se sentía completo y aunque estaba consciente de lo que había hecho, no se arrepintió. Casi estaba seguro de lo que Leticia iba a decirle, pero no había querido escucharla, no creía estar preparado para que se lo dijera. Había pasado tiempo, mucho tiempo, seis meses y medio desde que Marisol desapareció de su vida y aún se preguntaba el porqué no la seguía buscando. Estaban preparando la fiesta de su cumpleaños número treinta, a él siempre le había parecido una cifra fascinante y ella estaba emocionada por el hecho de hacer una fiesta juntos por primera vez en su casa. No iba a haber muchos invitados, solamente la familia cercana de ambos y contados amigos. Tenía semanas sin ver a Salvador, su mejor amigo desde la secundaria y aunque estaban en contacto continuo por mensajes de celular o mensajeros instantáneos por internet, la fiesta era la ocasión perfecta para una larga plática que a estas alturas era ya necesaria. Los problemas entre Pedro y Marisol ya no se reducían únicamente al sexo, había más, mucho más de fondo, tan es así que la intensidad y la pasión que exudaban en sus primeros encuentros no sólo había disminuido, sino que, conscientes y acaso con la pesada losa de la promesa que se habían hecho en su noche de bodas de nunca dejar de hacer el amor mientras estuvieran juntos, el acto ya era mecánico, rutinario y nada placentero. Tres días antes de la fiesta, Marisol salió con su madre y dos amigas, no volvió para dormir, ni al siguiente día, ni al siguiente. Pedro intentó llamarla durante una semana, por las mañanas a su teléfono celular y por las noches a casa de sus padres, en ningún lugar le contestaron ni mucho menos le devolvieron la llamada. Después de siete días de intentos fracasados, cesó de buscarla, en el ínter, la fiesta se canceló y él tuvo que enfrentarse a demandas de explicaciones de algo que él ni siquiera entendía. Una semana más se siguió aislando del mundo, dormía poco antes del amanecer y despertaba con los rojos rayos del crepúsculo, fueron seis días extraños en los que la casa que había decorado Marisol en su totalidad le parecía enorme y ajena. No tenía caso quedarse cuando ella era lo único que le daba ese sentido de pertenencia a las habitaciones pintadas casi en su totalidad de color albo con pequeños detalles en colores pastel, todas con esa combinación excepto el estudio de Pedro, a pesar de tener las paredes completamente ocultas por enormes libreros repletos, él quiso pintarlas de negro, el techo con tirol hecho especialmente para ese espacio por su hermano Alejandro daba la impresión de estar compuesto por estalactitas y también estaba pintado de negro. Era el único lugar de la casa en que no le lastimaba la vista el permanecer con una luz encendida, por eso saltaba de la cama minutos antes de la salida del sol y se refugiaba en el estudio, no soportaba el reflejo de las luces matinales en el mármol del piso ni en las blancas paredes de la habitación conyugal. El estudio hacía las veces de oficina, ya que después de la disolución de la sociedad con Carlos, había engrosado las estadísticas de desempleo, justo en el momento en que la carrera de Marisol comenzaba su ruta ascendente. Así se habían conocido, ella subiendo y él en decadencia, aunque poco tiempo después las cosas se estabilizaban, Pedro trabajaba en casa como free lance de varias empresas y Marisol salía del hogar a las siete de la mañana y volvía hasta pasadas las seis de la tarde. Podría decirse que su plan de vida marchaba sobre ruedas, pero la distancia que sus respectivas ocupaciones les imponían, aunado a la compulsiva adicción al trabajo de ella y el poco interés que él mostraba en abandonar la comodidad de su independencia laboral, a pesar de la creciente presión que tanto Marisol como su madre, Helena, ejercían sobre él para que buscara y consiguiera un trabajo de nueve a cinco con pagos cada quince días, fueron minando de a poco los cimientos que habían sido fuertes desde el principio, aunque un lustro después de haberse conocido, de haberse enamorado casi de inmediato, de haberse convertido en novios apenas pasadas dos semanas, de haberse casado a los cuatro meses exactos de la fiesta mexicana en la obra de Alejandro y de haber vivido juntos prácticamente desde el mismo momento en que habían decidido ser el complemento de vida el uno del otro, solamente cinco años y ya no se reconocían.
Leticia seguía dormida, desnuda, en su cama y abrazándolo fuerte y firme, o al menos eso parecía, podía sentir la rítmica presión de sus senos en su espalda. No quería arruinar las cosas, no quería, no podía enamorarse de ella ni de nadie, ni permitir que alguien lo hiciera de él. Era un condenado y daba igual que mereciera o no ser amado, iba a morir en veintiocho días y no había marcha atrás, nadie podía evitarlo ya. Pensó en Marisol nuevamente, ella lloraba y le pedía que siguiera luchando, que volviera al tratamiento y le prometía estar a su lado hasta el final. Un suspiro de Leticia detrás suyo lo devolvió al aquí y al ahora. La doctora le gustaba sin duda y basándose en lo que había pasado por la mañana le era más que evidente que el sentimiento era recíproco. Si ella quería irse al despertar, abandonarlo, cancelar sus citas de las siguientes cuatro semanas, dejar de ayudarlo con la terapia o golpearlo hasta cansarse, insultarlo y decirle que era un asco, un patán y que no quería volver a saber de él jamás, él lo entendería. Si las cosas hubieran sido al revés, seguramente él no habría ni siquiera dormido a su lado. En una sola ocasión, una mujer se había negado a hacer el amor con él ya estando desnudos los dos sobre la cama, al menos al principio se negó.
- ¿Sigues dormida? - Preguntó Pedro al escuchar un segundo suspiro, esta vez más duradero que el anterior.
- ¿Qué hora es?
- Cerca de las ocho de la noche, me imagino.
- ¿Tanto hemos dormido? - Exclamó Leticia amagando con levantarse, pero se arrepintió al instante. Quería seguir sintiendo el calor del cuerpo de Pedro recién despertado, además aún estaba confundida y prefería que él hiciera el primer movimiento.
- Sí, y al parecer no nos hemos movido para nada, ¿no te duele algo? A mí el cuello.
- Aún me tiemblan las rodillas Pedro - Dijo Leticia besándole sonora y repetidamente la nuca, mientras caía en la cuenta que inconscientemente había comenzado a frotar los dedos de su mano izquierda entre los pliegues de su entrepierna.
- Gracias Lety, de verdad necesitaba esto.
- No lo entiendo, ¿por qué lo hiciste?
- ¿El qué?
- Sabes bien a qué me refiero. ¿Por qué me besaste? ¿Por qué me tocaste? ¿Por qué me ...?
- ¿No era eso lo que querías? - Pedro la interrumpió por tercera vez ese día y ya esperaba la reacción violenta, quizá el pellizco en el pecho o el golpe en la cabeza.
- Sí, era eso lo que quería, lo que quería hacer, pero no es la razón por la que había venido a verte, ¿vas a dejar que te lo diga ahora?
- ¿No era eso? No puedo imaginarme que será. Al parecer me he equivocado del todo. Otra vez.
- No digas eso, no te sientas culpable, yo quise esto, incluso podría decir que lo provoqué. Claro que el desenlace no es lo que había imaginado o deseado, pero mírame, aquí sigo, aún desnuda y abrazándote.
- Perdóname, por favor Lety. - Dijo Pedro dándose media vueta y quedando recostado sobre el lado derecho de su cuerpo, frente a frente con ella. - Nunca quise hacerte sentir mal, al contrario, simplemente no creo estar listo para esto, no me refiero a listo físicamente, sino a todo lo que implica. Y tampoco creo que sea justo para ti, al menos lo justo que tú te merecerías.
- Eso no es algo que esté en tus manos el decidir.
- Lo sé, creo. ¿Qué es lo que tenías que decirme?
- Anoche hablé con tu madre, con Helena. Hablamos mucho, me habló de ti, pero sobre todo me habló de tu padre.
Pedro no podía creer el rumbo que había tomado la conversación. Nunca en la vida se hubiera imaginado que se encontraría en una discusión sobre su padre, don Pedro Ortiz del Prado, con una mujer desnuda, en la cama del departamento que era lo único que le quedaba de él, y sin que dicha mujer mostrara el menor indicio de sentir pudor.
- No tengo recuerdos claros de mi padre.
- Sé que no los tienes, pero tu madre sí. Helena es una mujer con una memoria privilegiada y según lo que me contó, tu padre te dejó muchas más cosas que este departamento.
- No entiendo.
- Dices que no recuerdas claramente a tu padre, ¿cierto?
- Sólo imágenes borrosas. ¿Me estás hablando de una herencia? ¿Qué tienen que ver mis recuerdos con la herencia de mi padre?
- No es una herencia material. Es más que nada una predisposición genética.
- Sigo sin entender.
- ¿Recuerdas cuando él murió?
- No. Tenia solamente diez años y lo único que tengo en la memoria es la imagen de mi madre abrazándonos, a Alejandro y a mí en la habitación de mi hermano. De los funerales no guardo ningún recuerdo.
- ¿Alguna otra imagen que te venga a la cabeza si te pido que pienses en tu padre?
- Alejandro y yo hablábamos alguna vez si nuestro padre era en realidad un buen padre, él decía que sí y yo que no. También me acuerdo de que personas le llamaban por teléfono, pero nunca lo encontraban en casa.
- Ahí tienes tres ejemplos, Pedro.
- No, Lety, lo siento, no puedo ver que tiene eso que ver con todo.
- Tu padre fue una presencia simbólica en tu vida, no guardas recuerdos de convivencia con él porque jamás hubo tal. Don Pedro Ortiz del Prado vivió los últimos ocho años de su vida recluido en el hospital San Jorge de Atanes, prácticamente desde el momento en que Alejandro nació; el primer año en el séptimo piso, el de neurología, el segundo año en el quinto, en oncología, y los restantes seis años en el primer sótano, en el psiquiátrico. Tenía un tumor en el cerebro que al principio fue confundido con una falla química en la sinapsis, cuando el doctor Horacio Sacbé tomó el caso del mejor amigo de toda su vida ya era demasiado tarde, el tumor había crecido. Finalmente perdió la razón, Horacio nunca se atrevió a sugerir la muerte asistida, pero en un ataque de lucidez, tu padre pudo escapar por un instante de sus enfermeras y con un escalpelo, se cortó la garganta.
Pedro se había quedado perplejo, eso explicaba muchas cosas, pero una parte de él se negaba a aceptarlo. Las sienes le dolieron como si hubieran sido golpeadas por un cincel amartillado.
- ¿Pedro? Dime algo. ¡Pedro por favor! - Gritó Leticia mirando a Pedro retorcerse con las manos en la cabeza y después quedar inmóvil, desnudo y hecho un ovillo. El reloj despertador marcaba las cero horas.
2 comentarios:
Mmmmm...
No fue de lo mejor... pero es una pausa... ya dinos qué sigue...!!!
ha sigue sigue cada vez la historia se pone mas interesante.!!
ha me encanta
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