14.11.08

15.

A las nueve horas con cinco minutos, la doctora Laura Velasco Del Río esperaba en su oficina al misterioso paciente que el doctor Horacio Sacbé le había prometido para esa mañana. En cualquier otra circunstancia no habría aceptado el ver a un paciente sin conocer sus antecedentes, pero dado el prestigio del doctor no podía negarse. Algo le inquietaba aunque no estaba segura de qué era. La noche anterior no había podido conciliar el sueño pensando en el reto que le esperaba a primera hora, se descubrió frente al espejo soltando su apretado cabello y deseando que aunque fuera por esa ocasión, volviera a encontrarse con el único hombre que la había hecho volar. Pasó todo el tiempo que normalmente ocupada en dormir alisando su cabello, por primera vez salía de casa con el pelo suelto, pero en el hospital nadie lo notó. Oyó pequeños golpes en la puerta e inmediatamente la perilla giró y apareció el doctor Horacio.

- Disculpa la tardanza Laura.

- Está bien Horacio, ¿y bien?

- El paciente tuvo un episodio convulsivo en el trayecto y lo he enviado a descansar. Espero que puedas entenderlo.

- Sí, por supuesto que lo entiendo.

- Y también, de nuevo abusando de tu tiempo, y del empeño que pusiste en tu arreglo del día de hoy, quisiera reprogramar la cita.

- Hoy por la tarde, si consideras que el paciente se recuperará, o la siguiente semana podría ser ...

- No - Horacio la interrumpió - Tiene que ser pronto, ¿mañana? Perdón por el tono autoritario, pero en verdad es importante.

- Mañana a la misma hora, pero con una sola condición.

- Lo que quieras.

- Necesito ver el expediente y la historia clínica.

- ¿Tengo tu promesa de que veas lo que veas ahí, no cancelarás la cita?

- Prometido.

- Por la tarde tendrás el expediente en tu escritorio.

- Nos veremos mañana entonces.

- Te ves muy bien, hoy te ves especialmente bien Laura. Espero que mañana te veas aún mejor.

- Gracias Horacio - Contestó la doctora Laura ruborizándose.

El doctor Horacio Sacbé Laarv asintió con la cabeza, sonrió y salió de la oficina, no sin antes echar un vistazo rápido a las pantorrillas que la doctora mostraba debajo de la falda.

***

Pedro estaba en shock, la doctora Leticia Garcés había visto suficientes pacientes en ese estado para saberlo. Se aseguró de que sus vías respiratorias estuvieran abiertas y correctamente ventiladas, lo volteó hasta colocarlo boca arriba y le puso una almohada sosteniéndole el cuello, eso hacía que su laringe se le extendiera y fluyera de mejor manera el aire al interior de sus pulmones. Se levantó y encendió la luz, se dio cuenta de su propia desnudez y sintió vergüenza, obviamente Pedro no la veía aunque de pronto abría los ojos y los volvía a cerrar, no parecía darse cuenta de que estaba acompañado. Leticia se envolvió en la sábana y salió de la habitación, rápido caminó por el oscuro pasillo y se sobresaltó cuando al momento de entrar en la sala las luces se encendieron, retrocedió un paso y recorrió la estancia con la mirada pero no logró ver a nadie, era solamente el sistema de detección de movimiento que prendía las lámparas de seguridad de forma automática. Aún en estado de alerta por si en verdad no había nadie en el departamento además de Pedro y ella, buscó el teléfono, pero cuando estaba a punto de levantarlo y marcar, cambió de idea, dejó el auricular descansando sobre la mesita de centro y volvió despacio a la habitación. Pedro seguía recostado en la misma posición en que lo había dejado, se había quedado dormido y ya respiraba normalmente, pero ahora notaba que tenía una erección, de pronto una idea le pasó por la mente excitándola de nuevo, inconscientemente soltó la sábana y ésta cayó en su totalidad al piso, sin embargo se reprimió, no debía perder el temple. Decidió que no podía dejarlo desnudo y lo vistió con cuidado, primero el bóxer negro, no pudo subirlo por completo debido a la dureza de su pene, intentó ponerlo de costado pero la firmeza se lo impidió, por primera vez lo tocaba y se sentía nerviosa, seguía estando desnuda y no era una escena que le pareciera muy normal. La erección no cedía y entonces le subió los pantalones hasta las rodillas y ella comenzó a vestirse. Volvió a tomar la sábana y se secó el sudor que le brillaba entre los senos, también en la espalda y en el interior de los muslos; no podía quitarle los ojos de encima a Pedro, a su entrepierna, a su pene en todo su esplendor, cuando el delicado encaje de su sujetador rozó sus pezones dejó escapar un gemido, cerró los ojos y apretó sus senos uno contra el otro tratando de prolongar el roce lo más posible, por instinto juntó las piernas fuertemente y se estremeció en un orgasmo que la tomó por sorpresa, no pudo mantenerse en pie y se sentó en la cama al lado de Pedro, suspiró y sonriendo satisfecha le acarició el rostro y notó que su erección disminuía y que de la punta del pene se asomaba un hilo de líquido transparente. La sonrisa de Leticia se incrementó cuando, divertida vio como de la bolsa izquierda del pantalón de Pedro se asomaban sus bragas, suavemente las tomó y le limpió el miembro con ellas para después guardarlas de nuevo en el bolsillo; terminó de vestirlo de la cintura para abajo y pensó que no era necesario que le pusiera la camisa, pero quiso acariciarle el tórax y así lo hizo con el pretexto de taparlo con la cobija. Se calzó los zapatos y frente al espejo de cuerpo entero que había frente a la cama se miró. Su figura le sonreía, con la espalda recta, el sostén de encaje negro cubriendo su erguido pecho, el pubis desnudo y las pantorrillas y los muslos firmes y marcados por la acción de los zapatos de tacón alto. Se metió dentro del vestido negro y escotado, se revolvió el cabello castaño con reflejos dorados y sin ponerse brillo en los labios e importándole muy poco el hecho de no estar usando ropa interior, se marchó del departamento blandiendo una sonrisa que no se le quitaría en lo que restaba de la madrugada.

***

El teléfono sonó en la habitación de la señora Helena Darmand viuda de Ortiz. Ella estaba sola en su casa como lo había estado desde que Alejandro Ortiz Darmand, su hijo menor, se había marchado a trabajar en una ciudad a dos horas al oriente hacía seis años. Pedro, el primogénito, el que compartía no sólo el nombre sino muchas de las características de su fallecido esposo, había salido de la casa materna desde hacía nueve años ya para vivir en el departamento que le había heredado su padre. Por las noches, antes de dormir, Helena disfrutaba el pasear caminando por todo el piso superior de la casa, entrando en cada una de las tres habitaciones que estaban intactas, exactamente como sus ocupantes las habían dejado al momento de irse. Comenzaba con el cuarto del fondo, junto al baño, había pertenecido a Alejandro y las paredes estaban tapizadas de afiches y fotografías de mujeres, de autos y de deportes, sobre todo de básquetbol; la cama tamaño matrimonial lucía la base un tanto vencida y era ayudada a mantenerse en su lugar por enormes y pesadas cajas que contenían una cantidad descomunal de revistas de moral distraída. La habitación de en medio, la de Pedro, no podía ser más diferente de la de su hermano, la pintura gris oscuro, la cama individual sin almohada y la mesa negra completamente vacía con una silla también negra y despintada en partes le daban una apariencia más de celda de prisión que de cuarto de adolescente, no había nada colgado en las paredes y en un discreto y pequeño escritorio en un rincón, yacía acumulando polvo en su envoltura plástica una computadora personal que aún era usada por la señora Helena para charlar por momentos con sus hijos. La tercera habitación vacía era la más grande de todas y había sido la primera en quedar desocupada, fue la habitación que Helena Darmand compartió por quince años con su esposo, Pedro ‘el Toro’ Ortiz del Prado; cuando él fue internado en el hospital San Jorge de Atanes, la mujer había decidido acompañarlo día y noche, dejando a sus hijos al cuidado de la abuela Almudena, Pedro de dos años y medio y Alejandro, que ni siquiera había cumplido los seis meses de nacido. Un año completo pasó la señora Helena sin dormir en casa, tomando siestas a ratos en una silla incómoda al lado de la cama donde yacía casi siempre sedado su marido. Cuando ‘el Toro’ fue trasladado al área de terapia intensiva de oncología en el quinto piso del hospital, ya no le fue posible a su esposa acompañarlo por las noches, no se lo habían permitido y debió volver a dormir en casa. Sin embargo se rehusó terminantemente a dormir sola en la cama matrimonial, hizo acondicionar un cuarto de tamaño chico en lo que antes era un armario con vestidor, lo suficiente para que cupiera una cama individual y un tocador con luna. Desde entonces y hacía ya veintisiete años, Helena Darmand dormía ahí, manteniendo inmaculada la habitación conyugal. Justo había terminado su recorrido nocturno cuando escuchó el teléfono sonar.

- Diga.

- Helena, perdón por la hora, espero no importunarla.

- ¿Qué puedo hacer por ti Leticia? - Respondió la señora Darmand con tono burlón.

- Se trata de Pedro, verá, hoy en la mañana tuvo un conato de desmayo y cuando se recuperó ...

- ¿Cuando se recuperó? ¿Estabas ahí cuando ocurrió?

- Sí, bueno, el doctor Horacio y yo habíamos ido a recogerlo para llevarlo al hospital a una cita especial con una especialista y ...

- Ya lo sé Leticia - La interrumpió. - Horacio me lo contó todo esta mañana, también me dijo que te había notado nerviosa y extrañamente distante. ¿Debo entender que en cuanto te deshiciste de Horacio volviste a buscar a Pedro?

- No puedo mentirle, pero usted sabe que teníamos cosas importantes de qué discutir. Le dije lo que sé de su padre, lo que usted me contó ayer.

- ¿Sólo eso?

- Por favor no piense mal de mí Helena, lo que quiero decirle es que Pedro entró en estado de shock cuando terminó de escucharme. No hay nada que temer, estará bien, aunque él siente que usted lo ha abandonado y ahora sería buen momento para que usted se lo confirmara o le hiciera ver que no es cierto.

- No recuerdo Leticia, el momento en que te pedí que me aconsejaras lo que es bueno o no para mí y mis hijos.

- No hay necesidad de ser irónica Helena, mi interés es el bienestar de Pedro, solamente eso.

- Pedro es un hombre desahuciado, no hay nada real que puedas hacer por él.

- Y aún así, él solicitó mi ayuda, y así lo haré hasta donde me alcancen mis conocimientos y capacidades.

- Capacidades de seducción, querrás decir.

- No necesito de sus comentarios hacia mi persona Helena, le repito, espero no haberla importunado, todo es por el bien de su hijo, si usted lo desea tome en cuenta mi consejo o no. Ojalá ésta sea la última vez que cruzamos palabra. Buenas noches.

Helena Darmand terminó la llamada con un dedo y sin soltar el auricular marcó un número que se sabía de memoria desde hacía años.

- ¿Hablaste con Laura? ... Perfecto. ... Leticia hizo justamente lo que tú habías predicho. ... Alejandro llega por la tarde, ya sabe lo que tiene que hacer, no sonaba muy convencido, pero no te preocupes, yo me encargo de eso. Sólo asegúrate de que por ningún motivo Pedro deje de encontrarse con Laura, tiene que ser ahora, ahora o nunca.

2 comentarios:

la chida de la historia dijo...

Me cagan las 'mamás' metiches... :S

Aghhhhh!!!

Anónimo dijo...

sacatelas babuchas!!
qué plan maquiavelico estan maquinando eh eh eh?!