23.11.08

6.

Mientras Pedro caminaba por la calle de regreso a su departamento sintió una fuerte punzada en las sienes. El dolor insoportable que había experimentado desde hacía seis meses, en que el tumor había hecho acto de presencia, estaba volviendo. Apenas eran pasadas las doce del medio día. En la ciudad, el smog y la contaminación provocaban una neblina casi permanente de un color entre negro y café de tonos opacos. Los ojos de Pedro no se pudieron acoplar jamás a la sensación luminosa que le provocaban los días nublados, con el cielo demasiado cerrado; en cambio, los cielos abiertos, azules, con pocas y blanquísimas nubes y con el sol brillando en el cenit evitaban que entrecerrara los párpados, en esos días podía prescindir de las gafas para el sol. Pero no hoy. Hoy sería una jornada en la que los transeúntes lo mirarían con recelo al ver que usaba anteojos oscuros. La gente nunca entendió el porqué Pedro padecía de hipersensibilidad a la luz blanca. Él adjudicó a ese hecho el repentino dolor, la luz del sol refractándose en las nubes de color incierto provocaban un destello que los ojos de Pedro simplemente no soportaban, y eso invariablemente desembocaba en un fortísimo dolor de cabeza.

Las migrañas no se habían hecho presentes en años, cinco para ser exactos, justo cuando conoció a Marisol. Fue un día que no se le podría olvidar, quince de septiembre. Sus amigos habían organizado una fiesta mexicana en una obra de construcción que su hermano Alejandro estaba manejando en una ciudad cercana. Pedro había sido forzado a asistir, aunque de mala gana, pues había tenido una discusión muy fuerte ese día con su socio, Carlos. En ese tiempo, las salidas y los encuentros con Cristina se habían hecho bastante cotidianos, dado el caso de que ambos estaban solteros y sin una pareja estable. Cristina pasaba las tardes en el despacho que Pedro compartía con Carlos, y aunque tenían oficinas privadas, lo suficientemente separadas e independientes la una de la otra, éste nunca aceptó como natural la continua presencia de ella, argumentando que no era más que una distracción, y acaso lo era, pero Pedro lo compensaba con horas extra o trabajo en casa.

Con una semana de anticipación, al despacho había llegado la invitación por correo tradicional de la fiesta mexicana en la obra de Alejandro. Cristina firmó de recibido pues en ese momento, Carlos, Pedro y la asistente de ambos se encontraban en una junta en la sala de comité. Cuando salieron, Cristina recibió a Pedro con un abrazo y la noticia de que habían sido invitados a la fiesta, pero, aunque ella estaba emocionada, él, que siempre preveía de manera muy veloz y eficaz los acontecimientos que podría desencadenar cualquier decisión, pensó que no era conveniente exponer a Cristina en esa fiesta. Una cosa era pasar el tiempo con ella en su oficina, en su territorio, donde se sentía como en casa, pero una cosa muy diferente sería el entrar caminando de la mano con ella a una reunión en la que, además de Carlos, que seguramente llevaría a su asistente con la que llevaba semanas acostándose, estarían todos sus amigos. No era algo malo, Cristina, en muchos aspectos era la mujer ideal para él, se querían bastante, y acaso demasiadas personas aseguraban que él estaba enamorado de ella desde siempre; Pedro lo negaba, ese hecho en específico, pero también sabía que no podía cerrar los ojos ante lo evidente, eran el uno para el otro y bastaba tan sólo una palabra suya para demostrarlo. Sin embargo, no era lo que él quería, más de diez años habían pasado ya, los mismos que llevaban de conocerse, de quererse, de estar juntos cuando la situación era idónea, y cuando no, sabían separarse sin que eso afectara en nada lo que sentían por el otro. Pedro estaba muy cómodo con esa situación, y sentía que Cristina también lo estaba, ella no era del tipo de mujeres que se callan las cosas.

Una semana insistió Cristina para que la llevara a la fiesta, tanto que a final de cuentas dio resultado, irían los cuatro en la camioneta de la empresa. El día de la fiesta por la mañana, Carlos tuvo un exabrupto en plena recepción del despacho, No manejaría hasta la obra de Alejandro si Cristina los acompañaba, toda la semana había callado, pero el verla llegar radiante cargando una canasta llena de dulces típicos mexicanos lo hizo explotar. No soportaba a esa mujer, jamás lo había hecho y no iba a comenzar ahora. Pedro no reaccionó con menor violencia, le hervía la sangre con el solo hecho de pensar que alguien hablara o pensara mal de Cristina, Carlos y él se hicieron de palabras y no faltó mucho para que llegaran a las manos, pero la oportuna intervención de Cristina y de la asistente lo impidió. Carlos salió acompañado de Elizabeth, la asistente dando un portazo. Ese fue el primero de una serie de eventos que terminarían con la disolución de la sociedad y eventualmente con la estabilidad económica de Pedro.

Cristina estaba desconsolada, se negó a ir a la fiesta porque sabía que se encontrarían de nuevo a Carlos ahí; Pedro no la pudo convencer y entonces se vio obligado por el compromiso con sus amigos a enfrentar una de sus peores fobias, manejaría su auto, solo, en carretera, con los fríos nocturnos de septiembre que lo forzarían a mantener las ventanillas cerradas durante dos horas, enojado y frustrado por lo que había pasado y con el peso en la conciencia de haber dejado sola y tiste a Cristina. El trayecto le pareció eterno aun y cuando pisó el acelerador de una manera que sólo podría calificarse de imprudente, en extremo opuesta a lo que su responsabilidad siempre le había marcado; tanto fue así, que cerca del final de la autopista, rebasó a la camioneta que conducía Carlos, aunque éste había salido con más de treinta minutos de anticipación, sin darse cuenta. Incluso tardó más o menos diez minutos en encontrar el sitio exacto donde tendría lugar esa noche la fiesta mexicana, las calles de esa ciudad eran pequeñas pero perfectamente bien alineadas y no era fácil perderse, pero la turbación con que Pedro llegaba, aunado al dolor de cabeza, no lo ayudaron.

Al llegar a la obra, Alejandro, su hermano lo recibió con un abrazo y la incómoda pregunta sobre su novia. Pedro se rehusó a contestar porque alguien había robado su atención desde el momento en que puso el pie izquierdo en la explanada. Un cuerpo pequeño, blanco y delicado, que como por arte de una extraña atracción se volvió hacia él y entonces pudo verlos. Dos ojos del mismo color de la arena húmeda de mar lo miraban y lo leían por dentro. Era ella, sin duda era ella. Su nombre era Marisol y aunque Pedro aún no lo sabía, él solamente atinó a llamarla: ‘Ella’. Sin dudarlo más que el instante en que se quedó admirando su sonrisa, se le acercó, sonriéndole también.



Un estruendoso rechinido de llantas, el escándalo de una sinfonía de cláxones y el posterior sonido del choque de lámina contra lámina regresaron a Pedro a la realidad sacándolo de sus recuerdos. Apenas había tenido tiempo de detenerse y dar una media vuelta, si hubiera intentado cruzar la avenida tres segundos después se hubiera encontrado en medio de una escena dantesca. Frente a él, un automóvil compacto de modelo descontinuado color azul eléctrico volcado completamente al revés, con las ruedas apuntando al cielo gris y un taxi ecológico, color verde bandera con todo el frente deshecho incrustado del lado del copiloto del auto compacto.. La imagen angelical de Marisol enfundada en ese vestido negro ligeramente escotado se desvaneció en un instante. Miró el reloj, era la una de la tarde con treinta y tres minutos, había caminado casi una hora y media y el tráfico se multiplicaba exponencialmente con la salida de los niños de las escuelas.

Sintió frío. Rogó a Dios que no hubiera habido niños en esos autos. Un recuerdo se le clavó como espina en el costado que casi lo hizo doblarse y caer de rodillas en plena calle, pero de inmediato lo reprimió como pudo y se unió a la multitud que ya se arremolinaba, curiosa, alrededor del accidente. Pedro vio una mochila pequeña con los colores rojo, amarillo y azul a los costados caer desde una de las ventanillas del auto compacto, lanzó un grito y se precipitó corriendo hacia los vehículos mientras en su cabeza los recuerdos atacaban como dardos envenenados.

- No puedo, no ahora - se dijo a sí mismo.

- ¡Hay un niño atrapado en este auto! - vociferó - ¿Es que nadie piensa ayudar?

El grito desesperado por ayuda de Pedro pareció despertar a la gente de su letargo y estupefacción, al momento varios voluntarios se acercaron a él. En efecto había un niño en el auto compacto, vestía uniforme de overol rojo sobre un suéter de cuello de tortuga blanco, zapatos negros de charol salpicados de carmín, los cabellos dorados le escurrían por la frente adheridos a ella por manchas sanguinolentas, sus pequeños brazos y piernas estaban en una posición innatural. No se movía, ya no respiraba. Junto a su cuerpo y entre metales afilados que parecían salir de cualquier parte estaba el cadáver del taxista, un hombre viejo, moreno y calvo, del que ya no era posible determinar el color de sus ropas pues se encontraba completamente bañado en sangre, tenía el cuello prácticamente atravesado por una placa de metal que casi le cercena la cabeza.

De pronto, de entre la masa de metales sin principio ni destino se escuchó el llanto lastimero de una mujer. La conductora del auto compacto colgaba del revés, aún sujeta por el cinturón de seguridad, con los brazos oscilantes y el cabello muy rubio y lacio atorado entre los restos de la ventanilla. Aparentemente no tenía hemorragias. Pedro y tres hombres más se dieron como prioridad el sacar a la mujer de ahí, por el niño pequeño y por el hombre calvo ya no había nada que se pudiera hacer. No fue una tarea sencilla, los hierros retorcidos de los dos vehículos hechos uno eran afilados como un alambre de púas. La mujer quedó inconsciente pero aún respiraba, y eso les daba ánimos para seguir. Los paramédicos hicieron acto de presencia cuando ella estaba ya prácticamente liberada, pero en cuanto esto sucedió, otro recuerdo vino a la mente de Pedro. Ese rostro le era conocido.

- ¿Nadia?

Buscó entre los restos del auto y logró reconocer un bolso. Hurgó en su interior y confirmó sus sospechas. La credencial para votar con fotografía no le mentía: ‘Nadia García Brandy’. Pedro no supo que hacer, se subió a la ambulancia que iba a trasladar a Nadia al hospital y alegó que era su esposa cuando los paramédicos le intentaron impedir el viaje. Cuando llegaron al hospital, Pedro buscó de nuevo en el bolso pero no encontró información alguna que le pudiera indicar a quien llamar. E hizo lo único que le parecía acertado en ese momento.

- ¿Doc? ... Estoy en el Hospital San Jorge de Atanes ... Sí, yo estoy bien ... ¿Puede venir ahora? Lo necesito.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Ha exelente que mas que mas :O
me encanta tu historia
besos. diablote

la chida de la historia dijo...

Nooooooo...

(vracru) Me niego a esperar un día más para continuar leyendo...

Felicidades, papito!!... vas muy bien!

(porras y matraca pa usté)

XD