1.11.08

28.

El reloj digital en la pared de la habitación treinta del décimo piso del hospital San Jorge de Atanes marcaba en rojos números las doce cuarenta y siete del medio día. Marisol llevaba más de cincuenta y dos horas despierta pero eso no le importaba. A pesar de que el hombre que yacía en esa cama estaba despierto desde hacía más de diez horas, ella no le había hablado, el doctor Horacio Sacbé le había dicho que a causa de los poderosos sedantes que le estaban siendo administrados, el paciente solamente respondería a preguntas directas, no sería capaz de iniciar por él mismo una conversación. Con tristeza en la mirada y con la vista fija en los ojos verdes inyectados de sangre del enfermo, Marisol recapitulaba los últimos días de su vida. Justo el primer día de noviembre se había topado en la calle a Salvador, el mejor amigo de Pedro, su esposo al que había dejado cansada de los problemas que les ocasionaba con su actitud, la confirmación de su infidelidad había sido la gota que derramó el vaso. Seis meses estuvo alejada de su marido, sin llamarle ni saber nada de él, con excepción de las noticias nada halagadoras que le daba su cuñado Alejandro, quien la frecuentaba pues trabajaba en la misma ciudad a la que ella había huido. Salvador le había confesado que cuando la vio por la calle estuvo a punto de sacarle la vuelta, pero el rencor lo había hecho regresar y enfrentarla, él la culpaba de la enfermedad de Pedro, y en cuanto se lo dijo, ella se sorprendió. No sabía que su esposo estuviera enfermo. Concertaron una cita para el día siguiente en la que las verdades tendrían que salir a flote. Marisol se defendió como pudo, le habló a Salvador de los dichos de Alejandro y juntos descubrieron que no eran más que mentiras. Él le dijo todo lo que sabía del cáncer que Pedro padecía, todo, incluso el episodio de su primer desmayo junto a Cristina, el abandono del tratamiento y su reclusión en el departamento que le había dejado su padre. A Salvador le costó un par de días más el convencerla de volver a la capital y buscar a su esposo, pero ella quería aclarar las cosas con Alejandro antes que otra cosa.

Los párpados de Pedro se abrían y cerraban lentamente pero sin detenerse, aún en ese estado su ojos verdes eran magnéticos, parecía estar viendo el techo aunque a ratos podía voltear la cabeza y mirar a la ventana o a la mujer que permanecía de pie a su lado derecho. Simplemente magnéticos por ese tono verde opaco, Marisol ya no reconocía al hombre que amaba en ellos, pero no podía dejar de verlos.

De pronto algo se rompió dentro de ella, había llorado en silencio y sin parar por horas pero en un instante sus ojos quedaron secos, el último resquicio de la humedad que emanaba de ellos quedó escurriendo por sus mejillas. Después de mucho tiempo de contemplarlo se decidió a hablarle.

- ¿Pedro? ¿Eres tú? ¿Aún eres tú?

Como respuesta obtuvo un débil quejido acompañado de un asentimiento con la cabeza. Marisol se acercó a la cama lo más que pudo y posó sus delicadas manos sobre los ojos de su esposo, dudó por un instante pero se decidió a cerrarlos.

- No te esfuerces, sólo escúchame ¿quieres?

Pedro no podía sentir el roce de la piel contra su rostro, pero podía oír y se sentía con la capacidad de responder, lenta pero inexorablemente su consciencia estaba despertando. - Dios, ¡cómo extrañaba esa voz! - Pensaba. La verdad es que el poder que Marisol ejercía sobre él no era únicamente por el amor que se tenían, la voz de su esposa siempre había podido calmarlo aun y cuando estuviera furioso, por eso se le hacía imposible, se le había hecho siempre imposible enojarse con ella. No pudo evitar pensar en la falta que le hizo en los meses más aciagos de su enfermedad, sin duda, ella habría sido capaz de convencerlo de no dejar el tratamiento, ella hubiera tenido las palabras precisas para hacerle entender que todo estaba en su mente, que las feromonas y el olor nada tenían que ver con el tumor que crecía dentro de su cabeza y que en este momento se veía como una fantasía. Nada le dolía, sin embargo tampoco podía sentir su propio cuerpo, estaba consciente de la presión de la mano de Marisol cerrando sus párpados, la había visto posarse ahí pero no identificaba la sensación. Pareciera que su cerebro estaba desconectado de toda acción que no fuera la de permanecer alerta. Dejo de intentarlo, abrió la boca y en un susurro dijo:

- Háblame, amor, te escucho.

La reacción que provocó en Marisol fue instantánea, ella lo soltó y reprimiendo un grito lastimero comenzó a hablar.

- No puedo, ni quiero en este momento reprocharte nada. ¡Dios! ¿Por qué siempre tienes que hacer las cosas tan difíciles? Todo este asunto del tumor y tus cambios de humor y tu extraño comportamiento desde hace un año me tienen sin cuidado. Te amo y lo sabes y sé que me amas, sin embargo nunca quise ni querré perderme, tengo que repetirme a cada momento que te miro así que no es mi culpa, a pesar de todos tus intentos por culparme de tu situación, jamás fue mi intención el deshacer mi vida solamente para que tú te sintieras menos miserable. No hables por favor. Siento ahora mucho coraje contra ti por alejarme de esto, aun y cuando sé bien que no tuviste nada que ver, tampoco hiciste nada para remediarlo. Yo merecía estar contigo todo este tiempo. No te lo digo con ninguna intención, en verdad hubiera querido acompañarte hasta el final, incluso no puedo dejar de pensar que hoy no tendríamos que estar esperando el final de no haber sido las cosas como fueron. ¿Te acuerdas de nuestra boda? Prometimos ante Dios estar juntos en las buenas y en las malas. Yo te perdono por hacer eternas tus malas sin dejarme disfrutar de mis buenas, desde que nos casamos lo supe, lo entendí y lo acepté, sin condiciones, sin afán alguno por hacerte cambiar, así como eres te amé, así como fuiste te amo, aunque ya no sepa quien se esconde detrás de esos ojos que me siguen volviendo loca. Perdóname por fallarte y por no querer quedarme ahora que son las peores, no quiero, pero lo haré en recuerdo del amor que nos tenemos, nos tuvimos, ya no sé.

Marisol se había quedado sin palabras, tenía tanto que decir pero el nudo en su garganta se lo impedía, no quería llorar enfrente de Pedro. Despacio le tomó la mano derecha y sintió los fríos dedos que parecían estar sin vida.

- Me molesta en verdad que ni siquiera me dejas odiarte, ¿dime por favor cómo puedo despreciarte y culparte por todo cuando te miro así? ¿Dime cómo puedo no sentir lástima y querer abrazarte? ¿Dime en dónde estás y cómo puedo hacer para no verte? ¿Cómo lucho contra el instinto que me hace quedarme a tu lado hasta el final?

- Yo no pedí nada de esto. - Pedro hablaba bajo pero con claridad. - No lo provoqué. ¿De verdad crees que me gusta estar así? Perdimos tanto tiempo amor, y yo tampoco puedo culparte por irte, quiero que te quedes, quiero que estés conmigo hasta el final. Pero quiero el final ya. No soporto la idea de estar postrado aquí, sin moverme, sin poder verte claramente, sin poder abrazarte. ¿Dime tú a mí qué sentido tiene vivir si no es contigo? Si no es contigo y bien, enamorados como lo estuvimos siempre. Simplemente, hoy estás conmigo de nuevo y aunque no te lo pediría, y aunque sé que no lo quieres, yo quiero que nos vayamos a la casa, quiero morir en casa y contigo, igual que la última vez, el último día en que me sentí verdaderamente feliz.

El esfuerzo de hablar seguido y sin detenerse lo agotó. Pedro descansó su cabeza en la dura almohada y cerró los ojos. Se aclaró la garganta con un carraspeo y sin levantarse dijo:

- Amor, solamente hazme un favor. Busca al doctor Horacio Sacbé y tráelo. Quiero verlo, es urgente.

- ¿Pasa algo?

- Sólo búscalo, por favor. Te espero, no me moveré de aquí.

Marisol soltó una risita y de inmediato se limpió los ojos. Asintió. Cuando estaba a punto de salir de la habitación, Pedro le habló suavemente.

- Si no vuelves, lo entenderé. Pero te espero, siempre te espero.

Sin voltear y agachando la cabeza, Marisol traspasó el umbral de la puerta y la cerró con delicadeza. Pedro ya no dijo nada. Con el sonido del picaporte embonando, levantó la cabeza y se sobresaltó al ver frente a sí a la señora Helena Darmand Fontanet que vistiendo un largo conjunto de pantalón y saco negro le sonreía tímidamente.

- ¿Cómo está? -
Le preguntó casi en un susurro.

- Igual que antes, no está mal, pero todos sabemos que todos los indicios apuntan a que ya no abandonará este hospital con vida. -
Marisol sintió que el peso inmenso de esa responsabilidad caía sobre ella al pronunciar estas palabras.

- Voy a entrar. Necesito ver a mi hijo. -
Le dijo la señora Helena.

- Él me pidió que buscara al doctor Horacio, no estoy segura de que quiera hablar con alguien, está descansando pero quiere ver a su padrino, dice que es urgente.

- Horacio está en el quinto piso, en la oficina de la doctora Laura Velasco

Marisol asintió y aunque tuvo el impulso de evitar que Helena Darmand entrara a vera su esposo, sabía que no podía impedirlo, era su hijo. Reprimió su deseo y se dirigió al elevador decidida a encontrar a Horacio Sacbé Laarv lo antes posible para volver al lado de Pedro.

En la habitación, la mujer vestida de negro se acercaba despacio al hijo, éste como en un reflejo levantó la cabeza para mirar a quien se aproximaba a su lecho. Distinguió a su madre pero de inmediato sus cervicales se agotaron y dejó caer pesadamente la cabeza sobre la almohada. Sonreía. Ella también con una sonrisa condescendiente le miraba convencida de que el temple no iba a alcanzarle.

- Te quiero hijo. -
Se quebró, la voz le temblaba pero hizo un esfuerzo enorme por continuar. - Perdóname, te prometo que si ahora pudiera volver el tiempo atrás todo sería diferente, actuaría de otra manera, incluso me mantendría al margen si fueran tus deseos. Sólo soy una madre preocupada por el bienestar de su hijo mayor. Lo hice todo mal pero jamás fue con mala intención. Espero que en el fondo de tu corazón logres hallar la capacidad de perdonarme.

- Mamá. -
Pedro sonaba tan débil pero el silencio imperante en todo el piso hizo que la señora Darmand no tuviera problemas para entender todo lo que su hijo decía. - A veces yo quisiera haber sido más como mi hermano. Ser el hijo que tú te mereces, no este guiñapo que no tenía voluntad propia. No tener miedo de alejarme de ti, tener la convicción de ser yo mismo sin importar si cumplo o no con tus expectativas. Y aunque ahora ya sea tarde, si pudiera te daría un abrazo. ¿Puedes abrazarme tú a mí? ¿Aunque no lo sienta?

- Acuérdate siempre, que yo soy la única persona en el mundo que va a quererte siempre, siempre sin importar lo que pase. -
Le dijo mientras se sentaba a un costado de la cama y lo envolvía con sus brazos. - No guardes rencores en contra de tu hermano, él, al igual que yo, solamente estaba interesado en tu bien. Siempre serás la parte más importante de mi vida.

El tiempo en la habitación número treinta parecía haberse detenido. Pedro mantenía los ojos abiertos y miraba la nuca de su madre que se había recargado en su hombro y sollozaba. Percibía su mente más clara de lo que lo había estado los últimos seis meses, la cercanía de Helena siempre había sido una inyección de seguridad para él, aunque al mismo tiempo. Poco a poco sentía la consciencia en su máximo estado de alerta y que sus miembros recuperaban el calor.

La puerta de la habitación se abrió y la doctora Leticia Garcés Padró, agitada, entró en ella. Vestía también de negro, pantalón con textura de terciopelo ajustado, botas altas y suéter bordado de cuello de tortuga. El cabello castaño recogido en dos coletas que le caían sobre los hombros, los lentes ocultaban sus ojos enrojecidos con el maquillaje un poco corrido.

- Perdóneme Helena, me he topado con Marisol en el elevador y me ha dicho que quiere llevarse a Pedro a casa. Ella y usted tienen que firmar algunos papeles en la administración y yo ... -
La señora Helena Darmand la interrumpió abruptamente.

- Leticia, ¿y por qué has venido tú a decir eso? ¿Qué te hace pensar que yo aceptaré que se lleven a mi hijo?

- Porque yo quiero mamá. -
Pedro habló. Al estar completamente inmóvil, las dos mujeres no habían esperado que dijera nada y las tomó por sorpresa. Después de unos minutos de silencio, la señora Helena Darmand se aclaró la garganta y dijo.

- ¿Quieres entonces ir a la casa?

- Quiero ir a mi casa. Con Marisol. Perdóname mamá, pero es con ella con quien quiero estar mis últimas horas.

Helena Darmand se levantó de la cama y frunciendo los labios y sin mirar a su hijo salió despacio de la habitación. Leticia la siguió reprimiendo el impulso de hablar con Pedro, había decidido que por mucho que le doliera, ese ya no era su papel, no podía esperar que la viera como mujer y mucho menos como terapeuta. Lo había arruinado. Aún cuando salió en silencio creyó escuchar su nombre en la voz de Pedro, pero prefirió seguir su camino sin voltear atrás.

Aunque Pedro sintió el enorme hastío del tiempo a solas, pasaron únicamente diez minutos desde que Leticia había salido, él, aunque completamente despierto, no había sido capaz de detenerla. Había intentado llamarla por su nombre, su mente le ordenó a la garganta gritarle con todas sus fuerzas pero no respondió. Quería despedirse de ella, mirarla a los ojos y preguntarle si había sentido el olor a cloro en su compañía, acaso pedirle perdón por lo que había pasado. Pero su condición lo forzaba a permanecer impávido ante su partida. El sonido de la puerta abriéndose con violencia lo sacó de sus pensamientos, el doctor Horacio Sacbé había llegado acompañado de Marisol, pero por segunda vez, éste le impidió la entrada a su esposa.


- Apenas es cinco de noviembre. ¿Aún quieres esperar hasta el treinta? -
El doctor le habló a Pedro con una sonrisa en los labios.

- No, por supuesto que no, por eso quiero verlo.

- Me lo imaginaba, aunque debo decirte que admiro tu capacidad, tenías razón desde el principio. La exposición a la cantidad extrema de feromonas que has tenido en los últimos días agravó hasta límites insospechados tu condición.

- No tiene porqué ser condescendiente doc, ya no. Sé muy bien que no es real. Mis teorías han sido un fiasco, todo fue causado por el tumor, todo pasó dentro de mi mente.

- El que haya pasado dentro de tu mente no lo hace menos real. ¡Mírate! Estás aquí más grave de lo que pudimos imaginar, yo no te creí y hoy tengo que tragarme mis palabras. Sea como sea siempre tuviste razón.

- Quiero irme a casa.

- Marisol me lo ha dicho ya. Laura se está encargando de los arreglos necesarios, ¿estás completamente seguro?

- Sí doc, lo he pensado todo. Quiero morir esta noche, en mi casa.

- Así será entonces.

El traslado de Pedro del hospital San Jorge de Atanes a su casa fue doloroso. No para él, que seguía sin poder sentir nada, pero sí para su esposa y su madre, incluso también para el doctor Horacio Sacbé, su padrino y el encargado de ponerle fin a su vida. Había sido poco el tiempo y aunque a él le parecía que había pasado mucho, solamente hacía cinco días que se veía bien y decidido a cumplir con su objetivo. Pedro quería reunirse con treinta mujeres en treinta días, pero la repentina aparición de las más significativas lo agotó.

Mientras era llevado a su habitación en la camilla, recordó a Leticia, su hermoso cabello, sus misteriosos ojos ocultos siempre detrás de los anteojos y el escote revelando un par de senos turgentes; pensó en Nadia, si existían otros mundos después de la muerte quizá por la mañana la volvería a ver, se sorprendió rogando al cielo por la resignación de Iván, su esposo; se acordó de la sensación eléctrica que lo recorrió la primera vez que besó a Cristina, de su cuerpo siempre dispuesto, de la violencia con la que le gustaba ser acariciada y de las últimas palabras que le dedicó y que le habían partido el alma; la imagen de Laura mirándolo con empatía dos días atrás en su consultorio y el gusto que les había dado a ambos el verse, entendió que aunque la noche con Gabriela y Karelia era la fantasía de la mayoría de los hombres, para él no había sido relevante, no había involucrado sus sentimientos, de ahí la ausencia del olor que ahora lo sabía, provenía de él mismo. Pero a final de cuentas en su mente apareció la imagen de Marisol enfundada en el vestido negro y escotado que vestía el día que la conoció, pensó en el paseo bajo los árboles y en sus manos, sus besos, su sexo, sus brazos y su voz, siempre su voz. Ya la extrañaba, aún no se iba y ya la extrañaba.

E
ntre tres enfermeros del hospital cargaron a Pedro y lo depositaron suavemente en la enorme cama de su habitación y salieron, ahí dentro solamente estaban tres personas mirándolo. Despacio, su madre, Helena Darmand Fontanet se acercó a la cama, con una seña y un movimiento de cabeza le pidió ayuda a Marisol y entre las dos lo arroparon.

- ¿Estás listo? -
Habló el tercer acompañante. La potente voz del doctor Horacio Sacbé hizo que Pedro entreabriera los ojos y lo vio. Alto e imponente, con el pelo cano resplandeciendo a la luz de techo y la impecable bata blanca deslumbrando sus verdes ojos. Asintió.

El doctor abrió su maletín y de él extrajo seis frascos de píldoras, una jeringa desechable y una ampolleta de solución. Se puso un par de guantes quirúrgicos y estériles y llenó la jeringa con el contenido de la ampolleta. Algo le susurró al oído a Marisol y ésta salió del cuarto, no tardó ni dos minutos en volver con un vaso de leche fresca, tibia. Con su madre ayudándolo, Pedro bebió hasta la mitad. Horacio se acercó al lado izquierdo de la cama, tomó el brazo más cercano de su ahijado y con mucha habilidad, encontró la vena e inyectó, Pedro cerró los ojos esperando un dolor que nunca llega.

- Ahora las pastillas. -
El doctor Sacbé con un ademán le indicó a Helena que las acercara. Lentamente vació los frascos en el orden en el que se encontraban. Con la mano se las pasó a Marisol que sin prisa las introdujo una a una en la boca de Pedro, intercalándolas con pequeños sorbos del vaso. Treinta pastillas con su respectivo trago de leche y Pedro las ingirió todas.

Los ojos color verde agua puerca de Pedro Ortiz Darmand se cerraron por última vez y su cabeza descansó en las tres almohadas que le habían puesto. Instintivamente, Marisol besó sus labios aún sabiendo que su esposo no sentiría el último beso que le diera en vida, tomó su mano derecha y Pedro, con el último esfuerzo del que fue capaz antes de perder la consciencia la apretó fuerte. Las lágrimas salieron de los ojos de Marisol copiosamente pero ella no emitió sonido alguno.

- La bolsa. -
Dijo el doctor Horacio tendiéndole a Helena una bolsa de plástico transparente que ella colocó con delicadeza sobre la cabeza de su hijo envolviéndola.

Tres fueron las últimas aspiraciones de Pedro que hacían que la superficie plástica se adhiriera a sus fosas nasales, después la bolsa permaneció inmóvil y la mano de Marisol fue liberada de su opresión.

Un olor penetrante, parecido al del cloro, inundó la habitación y así como el recuerdo del ahijado, del esposo y del hijo, no se disipó jamás.



7 comentarios:

Anónimo dijo...

haaa:(
muy triste pobre de pedro:(

la chida de la historia dijo...

Por favor... ya hazlo!!!

Sigo esperando...

(bezito)

Anónimo dijo...

Ahora estoy triste.
Pero excelente. Eres lo máximo de la vida. Te beso, mucho..

Anónimo dijo...

Holitaz diablote
ha muy triste el final:(
muy hermoza la historia diablote

la chida de la historia dijo...

Snif... snif... es neta, tarado! me hiciste llorar una vez mas...

No sé por qué me han entrado unas ganas de verte y abrazarte nomás pa saber que estás bien!.. =(

Felicidades por tan chido proyecto, ya sabes que soy tu fanssss!!!.. quisiera seguir leyéndote en algo más que el horno de la galleta.... que onda... qué sigue?...

Bueeee, ya te interrogaré en un momento más adecuado!

Besillos.... XP

Doré C. dijo...

realmente le ha de matar el silencio,
lo he comprobado al llegar aquí y encontrar la página llena (:
un saludo

Celina Bigdance dijo...

Estoy mareada... hay tanto que siento y que no entiendo, supongo que de eso se trata.